Me levanté para que nadie más ganara: La historia de la abuela Hilda y el abuelo Tomás
—¡No puede ser! —grité por dentro, aunque mi cuerpo apenas respondía. El sol entraba a chorros por la ventana de la habitación, pero yo seguía de espaldas al mundo, con la cara pegada a la pared y el corazón encogido. Llevaba tres meses sin levantarme de la cama. Decían que era la edad, que era normal después del infarto, que ya no tenía nada que hacer más que esperar. Pero esa mañana, algo cambió.
Escuché la voz de Tomás en la cocina. Mi Tomás, con quien compartí sesenta años de vida, estaba tarareando una canción que no conocía. No era ranchera ni bolero, era algo moderno, algo que no le pegaba a un hombre de setenta y ocho años. Me picó la curiosidad, pero sobre todo me ardió el alma.
—¿Y esa canción? —le pregunté con un hilo de voz cuando entró a dejarme el té.
—Ah, nada, Hilda. La escuché en la radio del mercado —me respondió sin mirarme a los ojos.
Desde ese momento, no pude dejar de pensar. ¿Por qué Tomás estaba tan alegre? ¿Por qué se arreglaba tanto para ir al mercado? ¿Por qué llegaba oliendo a colonia barata? Yo, que apenas podía moverme, sentí una punzada en el pecho que no era del corazón enfermo, sino del alma herida.
Mi nieta Sofía vino a verme esa tarde. Me trajo pan dulce y me peinó el cabello con ternura.
—Abuela, ¿por qué no te levantas? Mira que el abuelo se ve muy solo —me dijo con esa voz dulce que sólo los nietos tienen.
—¿Solo? —repetí—. Si hasta canta canciones nuevas.
Sofía me miró raro. Se encogió de hombros y cambió de tema. Pero yo ya no podía dejarlo pasar. Esa noche, mientras Tomás dormía roncando a mi lado, me quedé despierta mirando el techo. Recordé cuando éramos jóvenes en Veracruz y bailábamos danzón en la plaza. Recordé cómo me juró amor eterno bajo la lluvia. ¿Y ahora? ¿Ahora iba a perderlo por una cualquiera del mercado?
Al día siguiente, fingí dormir cuando Tomás se fue temprano. Escuché cómo cerró la puerta con cuidado y cómo se fue silbando bajito. Esperé unos minutos y luego, con un esfuerzo sobrehumano, puse los pies en el suelo. Me temblaban las piernas como si fueran de papel, pero apreté los dientes y me levanté.
—¡No voy a dejar que nadie me lo quite! —me dije en voz baja.
Me puse el vestido azul que guardaba para las fiestas y me peiné lo mejor que pude. Bajé las escaleras agarrándome del barandal como si fuera mi última misión en la vida. Afuera, el sol quemaba y los perros ladraban en la calle polvorienta.
Caminé hasta el mercado despacio, saludando a las vecinas que me miraban sorprendidas.
—¡Doña Hilda! ¡Pensamos que ya no salía! —me gritó doña Rosa desde su puesto de flores.
—Aquí sigo —le respondí con una sonrisa forzada.
Cuando llegué al mercado, vi a Tomás en la frutería hablando con una mujer joven, de pelo teñido y labios rojos como tomate maduro. Ella se reía fuerte y le tocaba el brazo como si fuera suyo. Sentí un calor subirme por la cara.
Me acerqué despacio y fingí buscar aguacates.
—Tomás —dije fuerte—, ¿me ayudas a escoger?
Él se volteó sorprendido. La mujer me miró de arriba abajo y sonrió con burla.
—Claro, Hilda —dijo Tomás nervioso—. No sabía que ibas a venir.
—Pues aquí estoy —le respondí clavándole la mirada.
La mujer se alejó haciendo un gesto feo. Tomás me ayudó a cargar las bolsas y caminamos juntos a casa en silencio. Sentí su mano temblorosa buscar la mía.
En casa, mientras guardábamos las compras, exploté:
—¿Quién es esa mujer?
Tomás bajó la cabeza.
—Nada, Hilda. Es la hija nueva del frutero. Sólo me cuenta chismes del mercado.
No le creí del todo, pero tampoco quise seguir peleando. Esa noche cenamos juntos por primera vez en meses. Me sentí viva otra vez, aunque fuera por orgullo o por miedo a perderlo.
Los días siguientes volví a salir de la cama cada mañana. Empecé a cocinarle sus guisos favoritos: mole poblano, arroz con leche, tamales de elote. Sofía me ayudaba y reíamos juntas en la cocina.
Pero algo había cambiado entre Tomás y yo. Ahora él llegaba temprano a casa y me contaba historias del mercado. Yo lo escuchaba con atención fingida mientras buscaba pistas en cada palabra.
Una tarde escuché a mis hijas discutir en el patio:
—¿Viste cómo mamá se levantó de repente? —decía Lucía—. Yo creo que sospecha algo del papá.
—Ay, Lucía, no seas malpensada —respondió Carmen—. Seguro sólo quiere sentirse útil otra vez.
Me dolió escuchar eso. ¿Tan poca fe tenían en mí? ¿No veían que yo también tenía miedo? Miedo de quedarme sola, miedo de ser reemplazada después de tantos años.
Esa noche enfrenté a Tomás otra vez:
—Dime la verdad: ¿hay otra?
Él me miró largo rato antes de responder:
—No hay otra, Hilda. Pero sí sentí que te estaba perdiendo… Y necesitaba sentirme vivo otra vez.
Lloré en silencio mientras él me abrazaba torpemente. Entendí entonces que no sólo yo tenía miedo; él también temía quedarse solo en esta casa vieja llena de recuerdos.
Pasaron los meses y mi salud mejoró poco a poco. Volví a salir al parque con Sofía y hasta retomé mis clases de bordado con las vecinas. Tomás y yo aprendimos a hablarnos sin miedo y a reírnos de nuestras peleas tontas.
Pero nunca olvidé ese día en que me levanté por celos y dignidad. Porque a veces el amor no es sólo ternura: también es lucha, orgullo y miedo a perder lo que más queremos.
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces han sentido ese impulso de pelear por alguien o algo que creen perdido? ¿Vale la pena luchar por amor cuando parece que todo está perdido?