Mi corazón se rompió dos veces: El sueño americano que se volvió pesadilla

—¡Ya basta, Mariana! ¡No puedo más! —gritó Julián, su voz retumbando en las paredes del departamento como un trueno. El portazo que siguió fue tan fuerte que sentí cómo mi corazón se partía en dos. Mi hijo Emiliano, de apenas seis años, se aferró a mi pierna, sus ojos grandes llenos de miedo. Esa noche, mientras el silencio caía sobre nosotros como una manta pesada, supe que mi vida jamás volvería a ser la misma.

No fue una pelea cualquiera. Era el final de años de discusiones, de promesas rotas y sueños aplastados por la rutina y la falta de dinero. Julián y yo nos habíamos conocido en la universidad, en una cafetería cerca de la UNAM. Él estudiaba ingeniería y yo letras hispánicas. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor todo lo puede. Pero la vida en Ciudad de México es dura, y cuando nació Emiliano, las cosas se complicaron aún más. Julián empezó a trabajar jornadas dobles como chofer de Uber, y yo daba clases particulares para ayudar con los gastos. La presión nos fue separando poco a poco, hasta que solo quedaba el eco de lo que alguna vez fuimos.

Después de esa noche, pasé semanas sumida en la tristeza. Mi mamá venía a verme todos los días, trayendo comida y palabras de consuelo. —Mija, tienes que ser fuerte por Emiliano —me decía mientras me acariciaba el cabello—. Los hombres van y vienen, pero los hijos son para siempre.

Fue en ese tiempo cuando conocí a Andrés. Una amiga me lo presentó por Facebook: “Es mexicano pero vive en Chicago desde hace años. Tiene buen trabajo y está buscando a alguien serio”, me escribió en un mensaje. Al principio dudé. ¿Qué podía saber yo del amor a distancia? Pero Andrés era atento, cariñoso y siempre tenía palabras bonitas para mí. Me mandaba fotos de los lagos de Chicago cubiertos de nieve, me contaba cómo extrañaba los tacos al pastor y las fiestas familiares en Iztapalapa.

—¿Y si vienes a visitarme? —me preguntó una noche por videollamada—. Aquí podríamos empezar de nuevo los tres.

La idea me pareció tan tentadora como aterradora. Dejar todo atrás: mi familia, mis amigas, mi ciudad… Pero también era una oportunidad para darle a Emiliano una vida mejor. Así que vendí lo poco que tenía, conseguí una visa de turista y, con el corazón lleno de esperanza y miedo, crucé el océano con mi hijo.

El frío de Chicago me recibió como una bofetada. Andrés vivía en un departamento pequeño en Pilsen, un barrio lleno de murales coloridos y tiendas mexicanas. Al principio todo fue emocionante: paseos por el lago Michigan, visitas a museos, llamadas a mi mamá contándole lo bien que nos iba.

Pero pronto la realidad se impuso. Andrés trabajaba turnos dobles en una fábrica de empaques y llegaba agotado todos los días. Yo no podía trabajar legalmente y pasaba las horas encerrada en el departamento con Emiliano, viendo caer la nieve tras la ventana. La soledad era un monstruo silencioso que se metía bajo mi piel.

Las discusiones no tardaron en llegar.

—¿Por qué no sales más? —me reclamaba Andrés—. Hay grupos de mamás latinas en la iglesia.

—No es tan fácil —le respondía yo—. No conozco a nadie y apenas hablo inglés.

—Pues aprende, Mariana. Aquí nadie te va a regalar nada.

Emiliano empezó a extrañar a su papá y a sus abuelos. Lloraba por las noches y yo no sabía cómo consolarlo. Una tarde lo encontré abrazando su peluche favorito y susurrando: “Quiero volver a casa”.

La relación con Andrés se volvió cada vez más tensa. Un día llegó tarde del trabajo y me encontró llorando en la cocina.

—¿Otra vez llorando? —me dijo con fastidio—. ¿Para eso te traje?

Sentí una rabia inmensa. ¿Para eso había dejado todo? ¿Para sentirme menospreciada y sola?

Empecé a buscar trabajo limpiando casas, aunque fuera ilegalmente. Conocí a otras mujeres como yo: ecuatorianas, salvadoreñas, peruanas… Todas con historias parecidas: huyendo del pasado, buscando un futuro mejor para sus hijos y encontrando solo puertas cerradas y corazones fríos.

Un día recibí una llamada de mi mamá:

—Mija, tu papá está enfermo. Lo hospitalizaron anoche.

El mundo se me vino abajo. No tenía dinero para regresar ni papeles para quedarme legalmente. Lloré toda la noche abrazada a Emiliano.

Andrés trató de consolarme pero ya era tarde. Algo se había roto entre nosotros que no tenía arreglo.

Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir en ese mundo ajeno: aprendí inglés viendo caricaturas con Emiliano, hice amigas en la iglesia y hasta logré enviar algo de dinero a México para ayudar a mis papás. Pero la herida seguía ahí: el sueño americano era solo eso, un sueño lejano para gente como yo.

Una noche, mientras Emiliano dormía y yo miraba las luces de Chicago desde la ventana, me pregunté si alguna vez podría sentirme realmente en casa otra vez. ¿Vale la pena dejarlo todo por una promesa de felicidad? ¿O estamos condenados a cargar siempre con nuestro pasado?

A veces pienso que mi corazón se rompió dos veces: una cuando Julián se fue y otra cuando entendí que ningún lugar del mundo puede curar las heridas del alma si uno no aprende primero a perdonarse a sí mismo.