Mi exesposa volvió con un hijo ajeno: la recibí en casa, pero el destino tenía otros planes

—¿Por qué volviste, Lucía? —le pregunté apenas crucé el umbral de la casa y la vi, temblando, con ese niño dormido en sus brazos. La lluvia caía a cántaros sobre el techo de lámina y el olor a tierra mojada se mezclaba con el perfume que aún recordaba de ella.

No esperaba verla nunca más. Después de todo lo que pasó, después de su partida abrupta hace tres años, pensé que la vida nos había separado para siempre. Pero ahí estaba, con los ojos hinchados y la voz rota.

—No tenía a dónde ir, Tomás —susurró—. Por favor…

Me quedé parado, sin saber si abrazarla o cerrar la puerta. El niño, de unos dos años, se removió inquieto. No era mío. Eso lo supe en cuanto lo vi: piel morena, cabello rizado, una mirada que no reconocía. Pero Lucía… ella sí era parte de mi historia, aunque me hubiera arrancado el corazón cuando se fue con ese hombre del que nunca quise saber el nombre.

La dejé pasar. ¿Qué otra cosa podía hacer? En este barrio de las afueras de Medellín, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que las motos por la avenida principal, no podía dejarla en la calle. Además, mi madre siempre decía que uno no abandona a quien amó de verdad.

Esa noche preparé café y arepas mientras Lucía acomodaba al niño en el sofá. No hablamos mucho. Yo tenía mil preguntas, pero ninguna salía de mi garganta. Ella solo lloraba en silencio.

Al día siguiente, los rumores ya corrían por el barrio. Doña Rosa fue la primera en tocar la puerta:

—¿Así que volvió la Lucía? ¿Y ese niño? ¿Es tuyo?

No supe qué responder. Cerré la puerta con suavidad y me senté junto a Lucía.

—La gente va a hablar —le dije—. ¿Qué vas a hacer?

Ella me miró con una mezcla de vergüenza y esperanza.

—Solo necesito tiempo para encontrar trabajo… para empezar de nuevo.

Así pasaron las semanas. Lucía consiguió un empleo limpiando casas y yo cuidaba al niño, Samuel, cuando ella no podía llevarlo. Al principio fue difícil: Samuel lloraba por las noches y yo no sabía cómo consolarlo; extrañaba a su papá, ese hombre que había desaparecido dejándolos sin nada.

Poco a poco, Samuel empezó a llamarme “tío Tomás”. Me derretía cada vez que corría a abrazarme cuando llegaba del taller de motos donde trabajaba. Lucía y yo compartíamos cenas sencillas: arroz con huevo, frijoles y plátano frito. A veces reíamos recordando viejos tiempos; otras veces el silencio era tan denso que dolía respirar.

Pero la paz era frágil. Una tarde, mientras jugaba fútbol con Samuel en el patio, escuché a Lucía hablando por teléfono en voz baja:

—No puedo seguir así… sí, él nos ayuda, pero no es lo mismo…

Sentí una punzada en el pecho. ¿Con quién hablaba? ¿Pensaba irse otra vez?

Esa noche la enfrenté:

—¿Todavía piensas en él? ¿En el papá de Samuel?

Lucía bajó la mirada.

—No sé qué quiero, Tomás. Me siento perdida… Tú eres bueno conmigo, pero no puedo obligarme a sentir lo que ya no siento.

Me dolió más de lo que esperaba. Había empezado a ilusionarme con la idea de una familia improvisada, de sanar juntos las heridas del pasado. Pero el amor no se mendiga.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Samuel notaba la tensión y se aferraba a mí como si temiera perderme también. Yo me desvivía por él: le enseñé a montar bicicleta, le conté historias antes de dormir… Me convertí en el padre que nunca tuvo.

Un domingo por la tarde llegó una carta para Lucía. Era del papá de Samuel: decía que quería llevárselos a vivir con él a Cali, que había conseguido trabajo y quería recomenzar.

Lucía lloró toda la noche. Yo también lloré en silencio, abrazando a Samuel mientras dormía.

Al amanecer, Lucía tomó su decisión.

—Me voy con él —me dijo—. No puedo seguir huyendo del pasado ni arrastrarte conmigo.

No intenté detenerla. Ayudé a empacar sus cosas y le di un último abrazo a Samuel.

—¿Vas a venir a visitarme? —me preguntó con sus ojitos grandes llenos de lágrimas.

—Siempre estaré aquí para ti —le prometí—. No importa dónde estés.

Cuando se fueron, sentí que el mundo se me venía abajo otra vez. Pero esta vez no era rabia ni rencor: era una tristeza serena, como la lluvia suave que cae después de una tormenta feroz.

Hoy la casa está más vacía que nunca. A veces escucho risas en el patio y creo ver a Samuel corriendo tras una pelota imaginaria. Me pregunto si hice bien en abrirles la puerta o si solo prolongué mi propio sufrimiento.

¿Vale la pena arriesgarse por amor aunque duela? ¿O es mejor cerrar el corazón para siempre? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?