Mi familia espera mi muerte para quedarse con mi departamento: una confesión desde el corazón de Buenos Aires
—¿Y si te pasa algo, tío? —me preguntó Luciana, con esa voz dulce que siempre usó para pedirme plata cuando era chica, pero ahora sonaba como un cuchillo envuelto en terciopelo.
Me quedé mirando el mate frío sobre la mesa, en el mismo departamento donde he vivido los últimos treinta años. Afuera, la ciudad rugía con su tráfico y sus vendedores ambulantes, pero adentro, el silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo. Luciana y mi sobrino Diego me observaban con una mezcla de preocupación y ansiedad. Yo sabía lo que querían. No era mi salud, ni mi bienestar. Era este departamento de dos ambientes en Almagro, con sus pisos de madera y su balcón lleno de macetas secas.
—No me va a pasar nada —respondí, forzando una sonrisa—. Todavía tengo cuerda para rato.
Pero ellos no se rindieron. Desde que mi hermana Marta murió, hace dos años, mis sobrinos se han vuelto más presentes. No por cariño, sino por interés. Lo noto en sus preguntas disfrazadas de preocupación:
—¿No te convendría mudarte a un geriátrico, tío? Así estarías cuidado…
—¿No sería mejor vender el departamento y repartir la plata?
Cada vez que escucho esas frases, siento que me arrancan un pedazo del alma. ¿En qué momento pasé de ser el tío divertido que los llevaba a la cancha o les compraba helado en la esquina, a convertirme en un estorbo, un trámite pendiente?
Recuerdo cuando llegué a Buenos Aires desde Tucumán, con una valija llena de sueños y una carta de recomendación para trabajar en el correo. Conocí a Graciela en una milonga y juntos compramos este departamento. Aquí criamos a nuestra hija, Soledad, que ahora vive en México y apenas llama para Navidad. Graciela murió hace diez años y desde entonces, este lugar es mi refugio y mi condena.
La semana pasada, Diego vino solo. Se sentó frente a mí y fue directo al grano:
—Tío, vos sabés cómo está la economía. Si te pasa algo de golpe, todo esto puede quedar trabado en sucesiones por años. ¿Por qué no firmás un poder para que yo me encargue?
Sentí un escalofrío. ¿Firmar un poder? ¿Entregarles mi vida antes de tiempo? Me levanté sin decir palabra y fui al balcón. Miré las plantas secas y pensé en Graciela regándolas cada mañana. Pensé en las noches de pizza con Soledad, en los cumpleaños llenos de risas y música folklórica. ¿Cómo podía dejar todo eso atrás?
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama mientras escuchaba los ruidos del edificio: la vecina del 4°B peleando con su marido, el ascensor que chirriaba como un lamento antiguo. Me sentí solo, vulnerable. Pero también sentí rabia. ¿Por qué tenía que ceder? ¿Por qué debía dejarme empujar hacia la muerte como si ya no importara?
Al día siguiente fui al banco y pedí asesoramiento legal. La abogada, una mujer joven llamada Mariana, me escuchó con atención.
—Don Ernesto —me dijo—, usted tiene derecho a decidir sobre su patrimonio hasta el último día de su vida. Si quiere proteger su departamento, puede hacer un testamento o donarlo con usufructo vitalicio.
Salí del banco con una mezcla de alivio y tristeza. Alivio porque había opciones; tristeza porque tenía que protegerme de mi propia sangre.
Esa tarde llamé a Soledad por videollamada. Me atendió desde su departamento en Ciudad de México, rodeada de libros y plantas verdes.
—Papá, ¿qué pasa? Te veo preocupado.
Le conté todo. Ella se quedó callada unos segundos.
—Papá… hacé lo que te haga sentir seguro. No le debés nada a nadie. Ese departamento es tuyo porque vos lo construiste con mamá.
Sentí una lágrima rodar por mi mejilla. Soledad siempre fue la única que entendió lo que significa tener raíces.
Pasaron los días y las visitas de Luciana y Diego se hicieron más frecuentes e insistentes. Un domingo llegaron sin avisar y trajeron facturas de dulce de leche.
—Tío —dijo Luciana—, pensamos que podríamos ayudarte a limpiar el departamento…
Pero apenas entraron empezaron a abrir cajones, revisar papeles, preguntar por las escrituras.
—¿Dónde guardás los papeles del banco? —preguntó Diego.
Me planté firme frente a ellos.
—Miren chicos —dije—, este departamento es mi casa y mientras yo viva nadie va a decidir por mí. Si vienen a visitarme por interés, mejor no vengan más.
Se miraron entre ellos, ofendidos. Luciana lloriqueó un poco; Diego murmuró algo sobre lo injusto que era todo.
Esa noche me sentí culpable. ¿Y si estoy siendo egoísta? ¿Y si realmente debería pensar en el futuro de ellos? Pero después recordé todas las veces que me dejaron solo cuando los necesité: cuando estuve internado por una neumonía nadie vino a verme; cuando cumplí 70 años sólo recibí un mensaje frío por WhatsApp.
Hoy escribo esto sentado en mi sillón favorito, con la ventana abierta al ruido de Buenos Aires. Firmé el testamento ante escribano: el departamento será para Soledad cuando yo ya no esté, pero hasta entonces nadie podrá tocarlo ni decidir por mí.
A veces me pregunto si hice bien o si la soledad es el precio de defender lo poco que uno tiene. ¿Cuántos viejos como yo viven con miedo a ser despojados por su propia familia? ¿Cuándo dejamos de ser personas para convertirnos en propiedades?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale la pena pelear por lo propio aunque eso signifique quedarse solo?