Mi hermana me convirtió en la villana por corregir a su hija

—¡¿Por qué le gritaste así a mi hija, Mariana?! —La voz de mi hermana Lucía retumbó en el pequeño living de mi departamento, tan fuerte que hasta mi esposo, Andrés, dejó de mirar el partido y se asomó desde la cocina.

Yo seguía con las tijeras en la mano, el cabello de Lucía aún húmedo entre mis dedos. Tiffany, su hija de seis años, lloraba desconsolada en el pasillo, abrazando a su peluche favorito. Todo había pasado tan rápido: un vaso de jugo derramado sobre mis herramientas de trabajo, una advertencia ignorada, y mi paciencia agotada en un grito que ni yo reconocí.

—No le grité —intenté defenderme—. Solo le pedí que no tocara mis cosas. Ya le había dicho tres veces…

—¡Pero es una niña! —me interrumpió Lucía, con los ojos llenos de furia y decepción—. ¿Qué te pasa? ¿Desde cuándo eres así de dura?

Sentí cómo la sangre me subía al rostro. No era la primera vez que Lucía me acusaba de ser fría o insensible. Desde que Tiffany nació, parecía que todo giraba en torno a ella: sus berrinches, sus logros, sus enfermedades imaginarias. Yo escuchaba sus historias con paciencia, aunque nunca fui muy maternal. Mi vida era otra: mi pequeño salón de belleza en casa, mis clientas fieles del barrio, las tardes tranquilas con Andrés viendo novelas o tomando mate en el balcón.

Pero desde que Lucía empezó a venir más seguido —a veces con su marido, pero casi siempre sola con Tiffany—, mi departamento dejó de ser ese refugio silencioso. Tiffany corría por todos lados, tocaba mis cosas, desordenaba los esmaltes y los peines. Yo intentaba poner límites con suavidad, pero Lucía siempre la defendía: «Déjala, es una niña curiosa».

Esa tarde fue diferente. El jugo naranja chorreando sobre mis tijeras profesionales fue la gota que rebalsó el vaso. Le hablé fuerte a Tiffany, sí, pero no para herirla sino para que entendiera que hay cosas que no se tocan. Pero Lucía solo vio a su hija llorando y a mí como la bruja del cuento.

—No quiero que vuelvas a hablarle así —me dijo Lucía mientras recogía sus cosas—. Si no puedes tratarla bien, mejor no venimos más.

Andrés intentó mediar:

—Lucía, Mariana solo quiere cuidar sus cosas. No es fácil trabajar desde casa…

Pero Lucía ya estaba decidida. Se fue dando un portazo, llevándose a Tiffany y dejándome con un nudo en la garganta y el departamento oliendo a jugo derramado.

Esa noche no pude dormir. Me sentí culpable y furiosa al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que ser yo la mala? ¿Por qué nadie veía lo difícil que era mantener mi trabajo y mi espacio con una niña descontrolada dando vueltas? Andrés me abrazó en silencio, pero yo sabía que él también pensaba que tal vez había exagerado.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá me llamó para decirme que Lucía estaba muy dolida y que «no se trata así a una sobrina». Mi papá ni siquiera me habló; solo mandó un mensaje seco: «No te reconozco». Hasta mi tía Rosa me mandó un audio larguísimo sobre la importancia de la paciencia con los niños.

Me convertí en la villana familiar. Nadie preguntó cómo me sentía yo, ni si necesitaba ayuda para limpiar el desastre o para lidiar con la culpa. Mis clientas notaron mi tristeza y algunas hasta dejaron de venir porque «no querían problemas» si traían a sus hijos.

Una tarde lluviosa, mientras barría los restos de cabello del piso, recordé cuando Lucía y yo éramos niñas en nuestra casa de barrio humilde en Córdoba. Compartíamos todo: los juguetes rotos, las peleas por el control remoto, los secretos bajo las sábanas cuando mamá nos retaba por hablar tarde. ¿En qué momento nos volvimos extrañas? ¿Cuándo empezó esta competencia silenciosa por quién es mejor hermana o mejor madre?

Andrés intentó convencerme de llamar a Lucía para pedirle disculpas:

—No importa quién tenga razón —me dijo—. Es tu hermana. No vale la pena perderla por un malentendido.

Pero yo no podía dejar de pensar en la injusticia. ¿Por qué siempre hay que ceder ante quien grita más fuerte o llora más alto? ¿Por qué nadie ve el esfuerzo silencioso de quienes sostienen todo desde atrás?

Pasaron semanas sin noticias de Lucía. En Navidad nadie vino a casa. Mi mamá organizó todo en lo de Lucía y ni siquiera me invitaron. Vi las fotos por Facebook: Tiffany abriendo regalos, todos sonriendo como si yo nunca hubiera existido.

El silencio se volvió mi única compañía. Empecé a dudar de mí misma: ¿seré realmente tan dura? ¿Me habré vuelto insensible sin darme cuenta? Pero también sentí una extraña libertad: por primera vez en años, mi departamento estaba ordenado y tranquilo. Volví a disfrutar del mate con Andrés sin interrupciones ni gritos infantiles.

Un día cualquiera, mientras cortaba el cabello a una clienta nueva —una joven madre soltera llamada Paola— me animé a contarle lo que había pasado. Ella me miró con comprensión:

—A veces las familias no entienden los límites —me dijo—. Yo también tuve que aprender a decir basta cuando mi hermana venía con sus hijos y me desordenaban todo. No sos mala por cuidar tu espacio.

Sus palabras fueron un bálsamo inesperado. Por primera vez sentí que alguien me entendía sin juzgarme.

Hoy sigo sin hablarme con Lucía. A veces extraño nuestras charlas y hasta los berrinches de Tiffany. Pero también aprendí a valorar mi paz y mi derecho a poner límites, aunque eso signifique ser la villana para algunos.

¿Será posible volver a acercarnos algún día sin perder lo poco que logré construir para mí? ¿O en toda familia siempre tiene que haber una villana para que los demás se sientan héroes?