Mi hermano quiere volver a casa: entre el rencor y el perdón

—¿Por qué ahora, Julián? ¿Por qué después de tantos años? —le pregunté, con la voz temblorosa, apretando el celular como si pudiera exprimirle una respuesta.

Del otro lado de la línea, mi hermano guardó silencio. Podía imaginarlo en algún rincón de Monterrey, con esa expresión dura que aprendió a usar como escudo desde que papá murió. Yo tenía dieciséis años entonces, él veinticuatro. Papá, antes de irse, le pidió que me cuidara. Pero Julián se fue apenas enterramos a papá; se fue y nunca volvió, ni siquiera para mi graduación ni cuando mamá enfermó.

—Las cosas no fueron fáciles para mí —murmuró al fin—. Pero ahora necesito un lugar donde quedarme. Solo será por un tiempo, te lo prometo.

Colgué sin responder. Me quedé mirando el techo de mi pequeño departamento en la Narvarte, sintiendo cómo el pasado se colaba por las grietas de las paredes. Había trabajado duro para llegar hasta aquí: estudié en la UNAM mientras vendía tamales con doña Lupita en las mañanas y daba clases particulares en las tardes. Todo lo logré sola, porque Julián nunca estuvo.

Esa noche no dormí. Recordé los días en que papá llegaba cansado de la fábrica y nos sentábamos los tres a cenar sopa de fideos. Recordé cómo Julián me defendía de los chicos del barrio y cómo me prometió, frente al ataúd de papá, que nunca me dejaría sola. Pero se fue. Y yo aprendí a no necesitarlo.

Al día siguiente, mi amiga Paola vino a visitarme. Le conté todo mientras preparábamos café.

—¿Y si solo quiere aprovecharse? —me preguntó—. ¿Qué tal que te mete en problemas?

—No sé —le respondí—. Es mi hermano, pero siento que ya no lo conozco.

Paola me abrazó y me dijo que pensara en mí primero. Pero la culpa me carcomía. En México, la familia es sagrada; uno no le da la espalda a la sangre, aunque duela.

Pasaron los días y Julián insistió con mensajes cada vez más desesperados: «Por favor, Sofi, no tengo a dónde ir». «Solo será por unas semanas». «Te lo debo».

Un viernes por la tarde, mientras regresaba del trabajo en el Metrobús, vi a una niña abrazando a su hermano mayor. Sentí un nudo en la garganta. ¿En qué momento nos rompimos así?

Esa noche decidí llamarlo.

—Puedes venir —le dije—. Pero solo por un mes. Y tienes que ayudar con los gastos.

Llegó dos días después, con una mochila vieja y los hombros caídos. No era el Julián fuerte y seguro que recordaba; parecía más bien un hombre derrotado por la vida. Apenas cruzó la puerta, el silencio se hizo incómodo.

—Gracias, Sofi —dijo bajito—. No sabes cuánto significa esto para mí.

No respondí. Le mostré su cuarto y le dejé toallas limpias sobre la cama.

Los primeros días fueron tensos. Julián salía temprano a buscar trabajo y regresaba tarde, casi sin hablarme. Yo fingía estar ocupada para no enfrentar el elefante en la sala: todo lo que nunca nos dijimos.

Una noche, mientras cenábamos quesadillas frente al televisor apagado, exploté:

—¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste sola cuando más te necesitaba?

Julián bajó la mirada. Sus manos temblaban.

—No podía con todo, Sofi —susurró—. Papá me dejó una carga muy pesada y yo… yo era un chamaco asustado. Me fui porque tenía miedo de fallarte.

Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. Quise gritarle que yo también tenía miedo, que yo también era solo una niña. Pero algo en su voz quebrada me detuvo.

—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Por qué vuelves justo cuando ya aprendí a vivir sin ti?

Julián se secó una lágrima furtiva.

—Porque no tengo a nadie más —admitió—. Perdí mi trabajo, mi esposa me dejó… No supe cuidar lo que tenía. Solo me quedas tú.

El silencio se hizo pesado otra vez. Pensé en todas las veces que soñé con este reencuentro y cómo nunca imaginé que dolería tanto.

Los días pasaron y poco a poco fuimos encontrando una rutina: compartíamos el desayuno, hablábamos del clima o del tráfico en Insurgentes, evitábamos el pasado como si fuera una herida abierta. Pero una tarde lluviosa, mientras lavábamos los trastes juntos, Julián rompió el hielo:

—¿Crees que algún día puedas perdonarme?

Me quedé callada mucho tiempo. Miré sus manos agrietadas por el trabajo duro y recordé las mías, curtidas por años de lucha solitaria.

—No lo sé —respondí al fin—. Pero podemos intentarlo.

Esa noche soñé con papá sonriendo desde la cabecera de la mesa, como si aprobara nuestro esfuerzo por reconstruir lo perdido.

Hoy han pasado tres meses desde que Julián llegó. Encontró trabajo en una bodega y paga su parte del alquiler. A veces reímos juntos viendo telenovelas baratas; otras veces discutimos por tonterías como quién dejó los trastes sucios o si el chile va antes o después del limón en los esquites.

No todo está resuelto entre nosotros, pero hay algo nuevo: esperanza. Tal vez nunca volvamos a ser los hermanos inseparables de antes; tal vez solo aprendamos a convivir con nuestras cicatrices.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias en México viven historias como la nuestra? ¿Cuántos hermanos se pierden y se reencuentran entre el dolor y el perdón? ¿Vale la pena abrirle la puerta al pasado?

¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían a quien los abandonó o seguirían adelante solos?