Mi hijo casado quiere que sea su empleada: ¿Hasta dónde llega el amor de una madre?

—Mamá, ¿puedes venir mañana a limpiar la casa? Te pago, claro—. La voz de Santiago, mi hijo, sonó tan natural al otro lado del teléfono que por un instante pensé que estaba bromeando. Pero no. Lo decía en serio.

Me quedé en silencio, apretando el celular con fuerza. ¿En qué momento pasé de ser la madre que lo cuidaba a la señora que limpia por encargo? Sentí un nudo en la garganta y una rabia sorda que me quemaba el pecho.

—¿Y Valeria?— pregunté, tratando de sonar tranquila. —¿No pueden ustedes encargarse?

—Mamá, Valeria está ocupada con su trabajo y yo también. Además, tú lo haces mejor que nadie. No te preocupes, te pago lo que cobras por limpiar casas—. Su tono era práctico, como si hablara con cualquier empleada doméstica del barrio.

Colgué sin responder. Me senté en la mesa de la cocina, mirando las fotos familiares pegadas en la nevera: Santiago de niño, disfrazado de superhéroe; Santiago en su graduación; Santiago abrazando a Valeria el día de su boda. ¿En qué momento me convertí en una extraña para él?

La relación con Valeria nunca fue fácil. Es una mujer fría, distante, siempre con prisa. No cocina, no limpia, no pregunta cómo estoy. Cuando vienen a casa, apenas saluda y se encierra con su celular. Yo intenté acercarme, le ofrecí recetas, le regalé plantas para su departamento, pero nada funcionó.

Esa noche no pude dormir. Recordé a mi madre, doña Carmen, que siempre decía: “Uno cría hijos para el mundo, pero el mundo a veces los devuelve cambiados”. ¿Será que yo fallé como madre?

Al día siguiente, Santiago llegó temprano. Traía una bolsa con productos de limpieza y un sobre con dinero.

—Mamá, gracias por venir. De verdad nos salvas—. Me abrazó rápido y se fue a encerrar al estudio.

Valeria ni siquiera salió a saludarme. Escuché su voz desde el dormitorio: —¿Ya llegó tu mamá? Dile que limpie bien la cocina, por favor.

Sentí una punzada de humillación. Pero igual me puse los guantes y empecé a limpiar. Fregué los pisos, lavé los platos apilados desde hace días, saqué la basura. Todo mientras pensaba en las veces que cuidé a Santiago cuando tenía fiebre o cuando lloraba por miedo a la oscuridad.

Al mediodía, Valeria salió del cuarto. Llevaba el cabello recogido y el ceño fruncido.

—¿Ya limpió el baño?— preguntó sin mirarme.

—Sí, ya está limpio— respondí bajito.

—Bueno… gracias— dijo antes de volver a encerrarse.

Me senté en el sillón del living y miré mis manos arrugadas por el agua y el jabón. ¿Esto era lo que me esperaba ahora? ¿Ser la señora que limpia por encargo en la casa de mi propio hijo?

Cuando terminé, Santiago me acompañó hasta la puerta.

—Mamá, te dejé el dinero en la mesa. Si puedes venir dos veces por semana sería genial—. Me sonrió como si nada pasara.

No pude más.

—Santiago, ¿te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Soy tu madre, no tu empleada— le dije con la voz temblorosa.

Él se quedó callado unos segundos.

—Mamá… es solo trabajo. No quiero que te ofendas. Es más fácil así para todos.

Me fui sin mirar atrás. Caminé hasta mi casa sintiendo un vacío enorme en el pecho. Esa noche lloré como hacía años no lloraba.

Pasaron los días y Santiago insistía con mensajes: “Mamá, ¿puedes venir mañana?”, “Te pago más si quieres”. Yo no respondía. Mi hija menor, Lucía, vino a visitarme y me encontró llorando en la cocina.

—¿Qué te pasa, mamá?

Le conté todo entre sollozos. Lucía se enfureció.

—¡No puede ser! ¡Santiago está loco! ¿Cómo te va a pedir eso? ¡Y Valeria es una malagradecida!

Lucía fue a hablar con su hermano. Discutieron fuerte; los gritos se escuchaban desde la calle:

—¡Es tu madre! ¡No tienes vergüenza!

—¡No te metas! ¡Es asunto nuestro!

La familia se dividió. Mi hermana Rosa dejó de hablarle a Santiago. Mis nietos preguntaban por qué ya no íbamos todos juntos a los asados del domingo.

Un día recibí una carta de Santiago:

“Mamá,
Sé que te lastimé y no era mi intención. Solo quería ayudarte y ayudarnos. No sé cómo arreglar esto. Te extraño.”

Lloré al leerla. Pero también sentí rabia: ¿ayudarme? ¿O ayudar a Valeria para no tener que limpiar?

Pasaron semanas antes de volver a verlos. Un domingo tocaron el timbre: Santiago traía flores y Valeria una caja de galletas compradas en la panadería.

—Mamá… perdón— dijo él abrazándome fuerte.

Valeria bajó la mirada:

—Yo… tampoco supe cómo manejarlo. Perdón si te hice sentir mal.

No sé si creí sus palabras, pero los abracé igual. Porque al final del día uno es madre aunque le duela el alma.

Ahora las cosas no son perfectas, pero ya no limpio su casa ni acepto dinero por hacerlo. Si ayudo es porque quiero y porque así lo decido yo.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a una misma? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?