Mi madre no quiere cuidar a mis hijos: entre el trabajo y la soledad en Buenos Aires
—¡Mamá, por favor!— le supliqué una vez más, con la voz quebrada y los ojos hinchados de tanto llorar. El reloj marcaba las seis de la mañana y mis hijos aún dormían, ajenos al caos que era mi vida desde que Julián murió en ese accidente absurdo en la autopista Panamericana.
Mi madre, Teresa, estaba sentada en la mesa de su cocina, con el mate en la mano y la mirada fija en la ventana. Vivía a solo tres cuadras de mi departamento en Villa Urquiza, pero parecía vivir en otro mundo. —Ivana, ya te lo dije mil veces. Yo ya crié a mis hijos. Ahora me toca vivir tranquila— me respondió sin mirarme, como si sus palabras no fueran cuchillos.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía decirme eso? ¿No veía que me estaba ahogando? Desde que Julián se fue, todo era cuesta arriba: el alquiler, la comida, las tareas escolares de los chicos, mi trabajo como cajera en el supermercado del barrio. No tenía tiempo ni para llorar su ausencia. Y ahora mi propia madre me daba la espalda.
A veces pienso que la muerte de Julián no solo me dejó viuda, sino huérfana. Porque desde entonces, mi mamá se volvió una sombra fría. Antes venía todos los domingos a tomar mate con nosotros, traía facturas y le contaba cuentos a los chicos. Pero después del accidente, se fue alejando poco a poco. —No puedo con tanto ruido— decía cuando le pedía que viniera a cuidar a los nenes aunque fuera una tarde.
Una tarde de lluvia, mientras trataba de hacer la tarea con Sofi y calmaba el llanto de Tomás, mi hijo menor, sentí que ya no podía más. Llamé a mi hermana Luciana, que vive en Córdoba. —Lu, no sé qué hacer. Mamá no quiere ayudarme y yo estoy al borde— le confesé entre sollozos.
—Ivana, vos sabés cómo es mamá. Siempre fue así de dura. Pero no estás sola. ¿Querés que vaya unos días?— me ofreció Luciana.
—No quiero molestarte…— respondí, aunque en el fondo deseaba gritarle que sí, que viniera ya mismo.
Esa noche me senté en la cama y miré a mis hijos dormir. Sofi abrazaba fuerte el peluche que le regaló Julián antes de morir. Tomás tenía el ceño fruncido incluso dormido; siempre fue un nene sensible. Y Martina, la mayor, se hacía la fuerte pero yo sabía que lloraba a escondidas por su papá.
Al día siguiente fui al trabajo con los ojos hinchados y el corazón apretado. Mi jefa, Marta, me miró con lástima pero no dijo nada. En el supermercado todos sabían mi historia; algunos clientes me daban palabras de aliento, otros solo evitaban mi mirada.
Una tarde, mientras acomodaba las góndolas, escuché a dos clientas hablar sobre cómo las abuelas hoy ya no quieren cuidar nietos. —Antes las abuelas eran otra cosa— decía una.— Ahora todas quieren irse de viaje o hacer yoga.— Me sentí invisible y expuesta al mismo tiempo.
Esa noche enfrenté a mi mamá de nuevo. Fui hasta su casa bajo la lluvia fina y toqué el timbre con fuerza. Cuando abrió la puerta, le dije sin rodeos:
—¿Por qué me hacés esto? ¿Por qué no podés ayudarme aunque sea un poco? No te pido que críes a mis hijos, solo que estés para ellos… para mí.
Ella me miró largo rato antes de hablar. —Ivana… yo también estoy cansada. Toda mi vida trabajé y crié sola a ustedes dos cuando tu papá se fue. Ahora quiero descansar un poco. No sé si tengo fuerzas para volver a empezar.
Me quedé muda. Por primera vez vi el cansancio en sus ojos, las manos temblorosas aferradas al borde de la mesa. Sentí rabia y compasión al mismo tiempo.
—¿Y yo? ¿Cuándo descanso yo?— le pregunté casi en un susurro.
No hubo respuesta. Solo silencio y el sonido lejano de un colectivo pasando por la avenida.
Esa noche volví caminando bajo la lluvia, sintiéndome más sola que nunca. Pero algo cambió dentro mío: entendí que no podía seguir esperando que otros me salvaran. Tenía que encontrar fuerzas donde fuera.
Empecé a buscar ayuda en el barrio: hablé con una vecina boliviana, doña Rosa, que empezó a cuidar a los chicos algunas tardes por poca plata. Me anoté en un grupo de apoyo para madres solas en la parroquia del barrio y ahí conocí historias peores que la mía: mujeres que habían sido abandonadas o vivían con miedo por la violencia de sus parejas.
Un día Sofi me preguntó: —¿Por qué la abuela no viene más?
No supe qué decirle. Le acaricié el pelo y le mentí: —Está cansada, mi amor. Pero nos quiere mucho.
A veces pienso si hice bien en no decirle toda la verdad. ¿Es mejor protegerlos o enseñarles desde chicos que la familia también puede fallar?
Con el tiempo aprendí a pedir ayuda sin vergüenza y a aceptar que mi mamá tiene sus límites. No es la abuela ideal de las novelas ni la madre fuerte que yo recordaba de chica. Es solo una mujer cansada, como yo.
Hoy miro a mis hijos jugar en el patio del edificio mientras preparo mate para mí sola. Sigo extrañando a Julián cada día y todavía me duele ver a mi mamá tan lejos emocionalmente aunque viva tan cerca.
Pero aprendí algo: la soledad duele menos cuando una deja de esperar milagros y empieza a construir redes propias.
¿Será que todas las madres estamos destinadas a sentirnos solas alguna vez? ¿O es posible romper ese círculo y pedir ayuda sin miedo ni vergüenza?