Mi madre se niega a cuidar a mis hijos: La historia de Mariana desde Medellín
—¡Mamá, por favor! Solo te pido que los cuides unas horas mientras trabajo. No tengo a nadie más—. Mi voz temblaba, pero mi madre ni siquiera me miró a los ojos. Estaba sentada en la mesa de la cocina, removiendo su café con una calma que me desesperaba.
—Mariana, ya te lo dije. Yo ya crié a mis hijos. Ahora me toca descansar. No es mi responsabilidad—. Su respuesta fue un golpe seco, como una puerta cerrándose en mi cara.
Sentí que el mundo se me venía encima. Desde que Juan murió hace un año en ese accidente absurdo de moto, todo ha sido cuesta arriba. Mis tres hijos —Santiago de 9, Lucía de 6 y Tomás de 3— dependen solo de mí. No tengo hermanos, ni tías cercanas, ni amigas que puedan ayudarme. Solo a mi mamá, pero ella… ella parece haber cerrado su corazón.
Salí de su casa con los ojos llenos de lágrimas y el pecho apretado. Caminé por las calles polvorientas del barrio Manrique en Medellín, con Tomás dormido en mis brazos y los otros dos arrastrando sus mochilas. Pensaba en cómo iba a hacer para llegar mañana al trabajo en la panadería si no tenía con quién dejar a los niños.
En la noche, cuando los acosté, me senté en el suelo del baño y lloré en silencio. Me sentía una mala madre por no poder darles todo lo que necesitaban, por estar siempre cansada y de mal humor. Pero también sentía rabia. ¿Por qué mi mamá no podía ayudarme? ¿Por qué me sentía tan sola?
Al día siguiente, llegué tarde al trabajo. Don Ernesto, el dueño de la panadería, me miró con desaprobación.
—Mariana, así no se puede. Si sigues llegando tarde, voy a tener que buscar a otra persona—.
Me mordí los labios para no llorar frente a él. Le expliqué mi situación, pero solo levantó los hombros.
—Todos tenemos problemas, mija. Pero el pan no espera—.
Salí del trabajo con el corazón hecho trizas y la cabeza llena de preguntas. ¿Qué iba a hacer si me despedían? ¿Cómo iba a alimentar a mis hijos?
Esa noche, mientras preparaba arroz con huevo —otra vez— para cenar, Santiago se acercó y me abrazó por la espalda.
—Mami, ¿por qué la abuela no quiere estar con nosotros?—
No supe qué responderle. Solo lo abracé fuerte y le dije que la abuela estaba cansada.
Pero por dentro hervía de impotencia. Recordaba mi infancia: mi mamá siempre fue dura, poco cariñosa. Nunca me abrazaba ni me decía que me quería. Pero yo pensaba que ahora, con sus nietos, sería diferente.
Pasaron los días y la situación empeoró. Un día recibí una llamada del colegio: Lucía se había desmayado en clase por no haber desayunado bien. Me sentí la peor madre del mundo. Corrí al colegio y la llevé al hospital público más cercano. Mientras esperaba en la sala de urgencias, vi a otras madres solas como yo, con la misma mirada cansada y los mismos hombros caídos.
Esa noche llamé a mi mamá otra vez. Le rogué que me ayudara aunque fuera solo una vez por semana.
—Mamá, Lucía se desmayó hoy en el colegio porque no comió bien. Estoy perdiendo el trabajo y no sé qué hacer—.
Ella suspiró al otro lado del teléfono.
—Mariana, yo también estoy vieja y cansada. No puedo cargar con tus problemas—.
Colgué sin decir nada más. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan grande que quise gritarle al mundo entero.
Empecé a buscar soluciones desesperadas: le pregunté a una vecina si podía cuidar a los niños por unas horas a cambio de limpiar su casa; intenté vender arepas en la esquina; incluso pensé en dejar a los niños solos un rato mientras trabajaba, aunque sabía que era peligroso.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, Lucía se acercó y me dijo:
—Mami, ¿por qué no podemos ser como las otras familias? ¿Por qué estamos siempre solos?
La miré y sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.
—No estamos solos, mi amor. Nos tenemos los unos a los otros— le respondí, aunque ni yo misma me lo creía.
Una noche escuché una conversación entre Santiago y Lucía:
—¿Tú crees que papá nos ve desde el cielo?—
—Sí… pero creo que está triste porque mamá llora mucho—.
Me tapé la boca para no sollozar fuerte. Me sentía tan frágil como el cristal.
Un domingo decidí enfrentarme a mi mamá cara a cara. Fui a su casa con los niños y le hablé desde el fondo de mi dolor:
—Mamá, necesito que entiendas que no te estoy pidiendo un favor cualquiera. Te estoy pidiendo ayuda para sobrevivir. Tus nietos te necesitan. Yo te necesito—.
Ella me miró largo rato en silencio. Por un momento pensé que iba a abrazarme o decirme algo bonito. Pero solo dijo:
—Mariana, cada quien tiene que cargar con su cruz. Así es la vida aquí—.
Salí de su casa sintiendo que había perdido algo más que su ayuda: había perdido la esperanza de tener una familia unida.
Hoy sigo luchando cada día: trabajando donde puedo, cuidando a mis hijos como puedo, sobreviviendo como tantas mujeres en Colombia y toda Latinoamérica. A veces siento rabia hacia mi mamá; otras veces trato de entenderla. Tal vez ella también está rota por dentro y nunca supo cómo amar de otra manera.
Pero cada noche abrazo fuerte a mis hijos y les prometo que nunca los dejaré solos.
¿Será que algún día podré perdonar a mi mamá? ¿O será que en esta tierra estamos condenadas las mujeres a cargar solas con todo? ¿Ustedes qué piensan?