Mi madre vendió la casa a mis espaldas: la traición que nunca imaginé
—¡¿Cómo que vendiste la casa, mamá?! —grité, sintiendo cómo la rabia y el miedo me subían por la garganta como un veneno. Mi hija, Camila, se asomó desde el pasillo, con los ojos abiertos como platos. Mi madre, Teresa, ni siquiera levantó la vista del mate que cebaba en la mesa de la cocina.
—No me hables así, Lucía. Las cosas no son tan simples —dijo, su voz tan fría como el piso de cerámica bajo mis pies descalzos.
No podía creerlo. Esa casa en el barrio San Martín de Mendoza era todo lo que teníamos. Era donde crecí, donde Camila aprendió a caminar, donde mi papá —que en paz descanse— nos enseñó a arreglar la canilla y a plantar tomates en el fondo. Mi madre siempre me había dicho que la casa sería para mí y mi hija. «Cuando yo no esté, esto será tuyo, Lucía. Nadie más tiene derecho», repetía cada vez que hablábamos del futuro.
Pero ahora, de un día para otro, todo se había desmoronado. Me enteré por casualidad: una vecina me preguntó si era cierto que nos mudábamos porque «la casa ya tenía nuevo dueño». Pensé que era un chisme más, hasta que vi los papeles sobre la mesa.
—¿Por qué lo hiciste? —insistí, con la voz quebrada.
Teresa suspiró y finalmente me miró. Sus ojos estaban cansados, llenos de arrugas y secretos.
—No podía más, Lucía. Las deudas me estaban ahogando. El banco me iba a sacar todo igual. Y vos… vos apenas llegás a fin de mes con tu trabajo en el hospital. No quería cargarles con mis problemas.
—¡Pero mamá! ¡Esa casa era nuestra seguridad! ¡Era lo único que teníamos! ¿Y Camila? ¿Dónde vamos a vivir ahora?
Mi hija se acercó y me abrazó fuerte por la cintura. Tenía solo nueve años, pero entendía más de lo que yo hubiera querido.
—¿Nos vamos a quedar en la calle, mamá? —preguntó con voz temblorosa.
Sentí que el mundo se me venía abajo. No tenía ahorros, ni familia cerca que pudiera ayudarnos. Mi hermano mayor, Julián, se había ido a Chile hacía años y apenas llamaba para Navidad. Mi madre siempre fue orgullosa; nunca pidió ayuda a nadie. Pero vender la casa… eso era otra cosa.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la cocina, mirando las paredes llenas de fotos antiguas: mi papá con su delantal de carpintero, Camila disfrazada de hada en su primer cumpleaños, yo abrazando a mi madre en el patio después de una tormenta. Todo eso iba a desaparecer. ¿Cómo podía Teresa haberlo hecho sin siquiera consultarme?
Al día siguiente, fui al trabajo como un zombi. En el hospital, las compañeras notaron mi cara larga.
—¿Qué te pasa, Lucía? —me preguntó Rosa mientras preparábamos los medicamentos.
No pude evitarlo y rompí en llanto. Les conté todo entre sollozos: la venta de la casa, la traición de mi madre, el miedo al futuro.
—Eso pasa en todas las familias —dijo Rosa con amargura—. Cuando hay plata o propiedades de por medio, hasta la sangre se enfría.
Pero yo no quería creerlo. Siempre pensé que mi familia era diferente.
Esa tarde enfrenté a mi madre otra vez. Le pedí explicaciones, le rogué que hablara con el comprador para anular todo. Pero ella ya había firmado los papeles ante escribano; el dinero ya estaba depositado en una cuenta que ni siquiera conocía.
—¿Y ahora qué? —le pregunté—. ¿Dónde vamos a ir?
Teresa bajó la mirada.
—Con lo que quedó del dinero… alquilé un departamento chico en Godoy Cruz. No es mucho, pero es lo mejor que pude hacer.
Sentí una mezcla de alivio y rabia. ¿Cómo podía decidir por nosotras sin siquiera preguntar? ¿Acaso no éramos una familia?
Los días siguientes fueron un infierno: empacar recuerdos, despedirse de los vecinos, ver cómo los nuevos dueños medían las ventanas para poner rejas nuevas. Camila lloraba cada noche; yo trataba de ser fuerte por ella, pero por dentro estaba rota.
Una tarde, mientras guardaba las últimas cajas, encontré una carta vieja de mi papá. Decía: «La familia es lo único que importa; todo lo demás se puede perder». Me hizo pensar: ¿y si mi madre solo hizo lo que creyó mejor? ¿O fue egoísmo disfrazado de sacrificio?
En el departamento nuevo todo era más pequeño: las paredes blancas y frías, el ruido de los colectivos pasando por la avenida. Camila extrañaba su patio y sus plantas; yo extrañaba mi vida anterior.
Mi relación con Teresa nunca volvió a ser igual. La confianza se rompió como un vaso caído al suelo. Hablábamos solo lo necesario; cada conversación era tensa, llena de reproches no dichos.
Un día, mientras preparaba la cena, Camila me miró seria:
—¿Vos también me vas a mentir algún día?
Sentí un nudo en la garganta. Me arrodillé frente a ella y le prometí:
—Nunca te voy a ocultar nada importante. Aprendí la lección más dura de mi vida.
Ahora entiendo que las promesas familiares no valen nada si no se hablan claro y se ponen por escrito. En Latinoamérica, donde tantas veces confiamos solo en la palabra porque «somos familia», estas cosas pasan más seguido de lo que uno cree.
A veces me pregunto: ¿la sangre realmente pesa más que el dinero? ¿O es solo una ilusión para no sentirnos tan solos cuando todo se derrumba?