Mi madre vive en la abundancia mientras nosotros sobrevivimos: Un grito desde el corazón de una familia mexicana
—¿Así que otra vez no tienes para pagar la luz, Mariana? ¿Y tu marido, qué hace todo el día?— La voz de mi madre retumbó en el altavoz del celular, tan fría y cortante como siempre. Yo apreté los dientes, mirando a mi hijo Emiliano, que jugaba en el suelo con sus bloques de colores. Él levantó la mirada y me sonrió, ajeno al peso que caía sobre mis hombros.
—Mamá, por favor…— susurré, intentando que no se me quebrara la voz. —No es tan fácil. Tú sabes cómo está todo…
—¡No me vengas con excusas!— me interrumpió. —Si hubieras elegido mejor, no estarías así. Pero claro, te enamoraste de ese bueno para nada de Julián y ahora mira cómo vives. ¿Qué culpa tengo yo?
Colgué antes de que pudiera decir algo más. Sentí el ardor en los ojos, pero no iba a llorar. No otra vez. No frente a Emiliano.
Mi madre, Teresa, vive en una casa enorme en Lomas de Chapultepec. Tiene chofer, empleada doméstica y hasta jardinero. Yo crecí entre lujos, pero desde que me casé con Julián —un maestro rural con más corazón que dinero—, mi madre decidió que yo era una vergüenza para la familia. «Te fuiste a vivir como pobre por amor», me repetía cada vez que podía.
Pero ella no sabe lo que es el amor verdadero. No sabe lo que es mirar a tu hijo y sentir que harías cualquier cosa por él, aunque el mundo entero te dé la espalda.
Emiliano nació con síndrome de Down. Lo supimos desde el primer ultrasonido, pero nunca dudé ni un segundo en tenerlo. Julián lloró conmigo esa noche, abrazados en la cama de nuestro pequeño departamento en Iztapalapa. «Vamos a salir adelante», me prometió. Y aunque hay días en los que siento que el mundo se nos viene encima, nunca me ha fallado.
Pero mi madre… Mi madre nunca aceptó a Emiliano. «¿Por qué Dios te castigó así?», me preguntó una vez, sin pudor alguno. Yo sentí que me arrancaban el alma.
Las cosas se pusieron peores cuando Julián perdió su plaza fija por los recortes del gobierno. Ahora da clases particulares y hace trabajos de carpintería cuando puede. Yo vendo pasteles y gelatinas en la colonia, pero apenas nos alcanza para lo básico.
A veces no hay carne en la mesa. A veces sólo hay frijoles y tortillas. Pero Emiliano nunca se queja. Siempre sonríe, siempre abraza fuerte.
Una tarde, mientras lavaba los trastes con agua fría porque nos cortaron el gas otra vez, escuché a Julián llegar. Cerró la puerta despacio y se quedó parado en la entrada.
—¿Qué pasó?— le pregunté, secándome las manos.
—Me cancelaron dos clases más… Mariana, no sé qué vamos a hacer este mes.
Lo abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar contra el mío. —Vamos a salir adelante, amor. Siempre lo hacemos.
Pero esa noche no pude dormir. Me levanté al baño y vi a Emiliano dormido, abrazando su osito viejo. Me senté junto a él y lloré en silencio.
Al día siguiente, mi madre volvió a llamar. Esta vez contesté sólo porque pensé que tal vez… tal vez podía ayudarme.
—Mamá… ¿podrías prestarme algo de dinero? Sólo este mes, te lo juro.— Mi voz era apenas un susurro.
—¿Otra vez?— suspiró ella.— Mariana, yo no puedo estar manteniéndote toda la vida. Además, si tu hijo está así es porque tú lo decidiste. ¿Por qué no lo llevas a una institución? Así podrías trabajar más y dejar de molestarme.
Sentí un frío recorrerme todo el cuerpo. —Emiliano es mi hijo. No lo voy a abandonar.
—Pues entonces arréglatelas sola.— Y colgó.
Esa noche Julián llegó tarde. Había estado buscando trabajo todo el día. Cuando le conté lo de mi madre, sólo bajó la cabeza.
—No quiero que le pidas nada más.— dijo con voz baja.— No necesitamos su lástima.
Pero yo sabía que sí necesitábamos ayuda. No sólo económica: necesitábamos comprensión, un poco de cariño familiar, alguien que nos dijera que todo iba a estar bien.
Pasaron los días y la situación empeoró. Una tarde Emiliano se enfermó; fiebre alta, vómito. Lo llevamos al hospital público y estuvimos horas esperando atención. Yo rezaba por dentro: «Diosito, no me lo quites».
Cuando por fin lo atendieron y nos dijeron que era una infección estomacal leve, sentí alivio pero también rabia: ¿por qué teníamos que vivir así? ¿Por qué mi madre podía gastar miles de pesos en ropa o viajes mientras nosotros contábamos monedas para comprar medicina?
Una noche Julián llegó con una noticia: —Me ofrecieron trabajo fijo en una escuela privada… pero está en Toluca.
Me quedé helada. Mudarnos significaba dejar todo atrás: mis clientas de pasteles, nuestros amigos del barrio… pero también significaba una oportunidad para Emiliano y para nosotros.
Lloré mucho esa noche. Pensé en llamar a mi madre para contarle… pero sabía que sólo recibiría críticas o indiferencia.
Al final aceptamos irnos a Toluca. El primer mes fue durísimo: nuevo ambiente, nuevos retos, pero Julián estaba feliz dando clases y Emiliano empezó terapia en un centro especializado gracias a una beca.
Un día recibí un mensaje inesperado: era mi hermana menor, Lucía.
—Mamá está enferma… quiere verte.
Mi corazón se apretó. Dudé mucho antes de ir al hospital privado donde estaba internada mi madre. Cuando entré al cuarto, ella estaba pálida y más delgada que nunca.
—Mariana…— murmuró.— Perdóname…
Me quedé parada sin saber qué decirle.
—Fui muy dura contigo… pero tenía miedo.— Sus ojos se llenaron de lágrimas.— Miedo de verte sufrir como yo sufrí cuando tu papá nos dejó sin nada…
Me senté junto a ella y tomé su mano por primera vez en años.
—Mamá… yo sólo quería tu apoyo.— le dije.— No necesitaba tu dinero ni tus lujos… sólo tu amor para mí y para Emiliano.
Ella lloró como nunca antes la había visto llorar.
Esa noche regresé a casa sintiéndome más ligera. Tal vez nunca seríamos una familia perfecta; tal vez siempre habría heridas abiertas… pero al menos había esperanza de sanar.
Hoy miro a Emiliano jugar bajo el sol del patio nuevo y pienso en todo lo vivido: las carencias, los rechazos, las lágrimas… pero también los abrazos sinceros y las pequeñas victorias diarias.
¿Vale la pena luchar por la dignidad aunque duela? ¿Cuántas familias como la mía siguen esperando comprensión en vez de juicios? Ojalá algún día podamos mirarnos sin prejuicios y entendernos desde el corazón.