Mi padre, el héroe ausente
—¡Mamá, ¿ya llegó papá?!
La voz de Emiliano retumba en el pasillo oscuro del edificio, mientras yo, con las manos ocupadas por las bolsas del mercado, apenas puedo responderle. Siento el sudor frío en la frente y el corazón apretado. Subo los escalones uno a uno, contando en voz baja, como hacíamos juntos cuando él era más pequeño. “Uno, dos, tres…”, repito, y cada número es un eco de los días en que Julián aún estaba con nosotros cada noche.
Pero hoy tampoco está. Hoy tampoco regresó.
Emiliano me mira con esos ojos grandes y oscuros que heredó de su padre. Tiene siete años y ya aprendió a no preguntar demasiado. Sabe que la mina puede tragarse a los hombres y devolver solo el polvo de sus ropas. Sabe que cada vez que Julián baja a trabajar, puede ser la última vez que lo veamos.
—Todavía no, mi amor —le digo, forzando una sonrisa—. Pero seguro llega para cenar.
No sé si miento para tranquilizarlo a él o para engañarme a mí misma.
Vivimos en Llallagua, un pueblo minero en el altiplano boliviano. Aquí la vida gira en torno al socavón: los hombres bajan antes del amanecer y regresan —si regresan— cuando el sol ya se ha escondido tras las montañas. Las mujeres esperamos. Esperamos noticias, esperamos milagros, esperamos sobrevivir otro día más.
Mi suegra, doña Rosa, me observa desde la cocina. Nunca aprobó mi matrimonio con Julián. Dice que una mujer como yo —hija de maestros rurales— no entiende el sacrificio de los mineros. Pero yo he aprendido a callar y a resistir. Aprendí a hacer pan con lo poco que deja la venta de minerales y a remendar la ropa hasta que no aguanta más costuras.
Esa noche, mientras Emiliano duerme abrazado a su frazada raída, escucho los murmullos de la radio comunitaria: hubo un derrumbe en la galería principal. Cuatro hombres atrapados. No dicen nombres. El miedo me paraliza. Quiero correr a la mina, pero sé que no me dejarán pasar. Solo puedo rezar y esperar.
A la mañana siguiente, el pueblo entero está en silencio. Las mujeres se agrupan en la plaza, algunas lloran, otras solo miran al suelo. Doña Rosa aprieta mi brazo con fuerza:
—Si le pasa algo a mi hijo, será tu culpa —me susurra con veneno.
No respondo. No tengo fuerzas para pelear con ella ni con nadie. Solo quiero saber si Julián está vivo.
Las horas pasan lentas como el invierno en el altiplano. Finalmente, un grupo de mineros emerge cubierto de polvo y sangre seca. Entre ellos no está Julián.
Esa noche no duermo. Emiliano tampoco. Lo escucho sollozar bajito en su cuarto.
—¿Por qué papá no vuelve? —me pregunta al amanecer.
No tengo respuestas. Solo promesas vacías.
Tres días después, encuentran a Julián. Vivo, pero herido. Lo traen en camilla, los ojos hundidos y las manos temblorosas. Emiliano corre hacia él y lo abraza con fuerza.
—¡Papá! ¡Papá!
Julián apenas puede hablar. Me mira y veo en sus ojos todo el dolor del mundo.
—Perdóname, Wanda —susurra—. No sé cuánto más podré seguir así.
En los días siguientes, la casa se llena de visitas y murmullos. Los vecinos traen sopa caliente y hojas de coca para el dolor. Doña Rosa reza en voz alta por la salud de su hijo, pero no deja de lanzarme miradas acusadoras.
Una tarde, mientras lavo la ropa en el patio, escucho a Julián discutir con su madre:
—¡No quiero que Emiliano termine como yo! —grita él—. ¡No quiero que baje a la mina!
—¿Y qué otra cosa va a hacer aquí? —responde doña Rosa—. ¡Aquí todos somos mineros!
Me acerco despacio, temiendo intervenir pero incapaz de quedarme callada.
—Podemos irnos —digo en voz baja—. Podemos buscar otra vida en Cochabamba o en Santa Cruz…
Julián me mira como si hubiera propuesto volar a la luna.
—¿Y dejar todo? ¿Dejar a mi madre sola?
Doña Rosa se levanta indignada:
—¡Eso sería traicionar nuestra sangre!
La discusión termina en silencio y lágrimas contenidas.
Esa noche, Julián me toma la mano bajo las mantas.
—Tengo miedo, Wanda —me confiesa—. Miedo de morir allá abajo… pero también miedo de fracasar afuera.
Lo abrazo fuerte, sintiendo su cuerpo temblar como una hoja al viento.
Los días pasan y Julián mejora lentamente. Pero la mina sigue llamándolo como un monstruo insaciable. Cada vez que sale al amanecer, Emiliano lo despide con un abrazo largo y silencioso.
Un domingo cualquiera, mientras desayunamos juntos por primera vez en meses, Julián anuncia su decisión:
—Me voy a Santa Cruz —dice con voz firme—. Conseguí trabajo en una construcción. No es mucho, pero es algo digno…
Doña Rosa rompe en llanto:
—¡Nos vas a abandonar!
Julián se arrodilla ante ella:
—No te abandono, mamá… Solo quiero vivir para ver crecer a mi hijo.
El viaje es largo y doloroso. Dejamos atrás el frío del altiplano y los recuerdos grabados en las piedras negras de la mina. En Santa Cruz todo es nuevo: el calor pegajoso, los árboles verdes, el bullicio de los mercados.
Al principio todo parece imposible: el dinero no alcanza, Julián llega agotado cada noche y Emiliano extraña a sus amigos del pueblo. Pero poco a poco aprendemos a sobrevivir juntos.
A veces Julián se sienta conmigo en el patio y mira al horizonte:
—¿Hicimos lo correcto? —me pregunta— ¿O solo estamos huyendo?
Yo tampoco tengo respuestas definitivas. Solo sé que ahora Emiliano cuenta los escalones de nuestra nueva casa con alegría y esperanza.
¿Es posible romper el destino que nos impone la tierra donde nacimos? ¿O siempre llevaremos dentro el peso del sacrificio de nuestros padres? ¿Ustedes qué piensan?