Mi padre me cobró renta por mi cuarto: ahora espera que lo cuide
—¿Y cuánto vas a poner este mes, Diego?—. La voz de mi papá retumbó en el pasillo, seca y sin titubeos, mientras yo apenas tenía dieciocho años y acababa de regresar de la prepa, con la mochila rota y los sueños aún más desgastados. Mi mamá, desde la cocina, evitaba mirarme; sus manos temblaban sobre el arroz, como si supiera que ese momento marcaría algo en mí para siempre.
Yo no entendía. ¿Renta? ¿Por mi propio cuarto? En la colonia donde crecimos, en las afueras de Guadalajara, todos mis amigos vivían con sus padres hasta que se casaban o se iban a buscar suerte a Estados Unidos. Pero mi papá era distinto. «Aquí nadie vive de gratis», decía. «Así se aprende a ser hombre».
Al principio pensé que era una broma cruel, una forma de castigarme por no ser el hijo perfecto. Pero cada mes, sin falta, me pedía el dinero. Si no lo tenía, me miraba con desprecio y decía: «Entonces busca dónde dormir». Así aprendí a trabajar desde joven: primero en una taquería, luego repartiendo volantes bajo el sol ardiente. Mi mamá nunca intervino; sólo me dejaba un plato de comida escondido en la estufa cuando él no veía.
Pasaron los años. Mi hermana menor, Mariana, nunca pagó un peso. «Es mujer», decía mi papá. «Ella se va a casar pronto». Yo tragaba el coraje y seguía pagando. Cuando por fin pude ahorrar algo, me fui a vivir solo, lejos del barrio y de esa casa donde cada rincón olía a resentimiento.
Pero la vida da vueltas extrañas. Hace dos años, mi papá sufrió un derrame cerebral. Quedó medio paralizado y dependiente de otros para casi todo. Mariana se fue a Monterrey con su esposo y mi mamá murió poco después del derrame, como si su corazón ya no pudiera más con tanto peso. Así que ahora sólo quedamos él y yo.
Un día, mientras le cambiaba el pañal y le limpiaba la baba del mentón, me miró con esos ojos duros que siempre tuvo y me dijo:
—Tú eres mi hijo. Es tu deber cuidarme.
Sentí una rabia antigua subir por mi pecho, como lava que nunca terminó de enfriarse. ¿Mi deber? ¿Después de todo lo que me hizo?
A veces pienso en dejarlo solo, en buscar una residencia para ancianos y olvidarme de él. Pero algo me detiene: la culpa, el miedo a ser igual que él, o tal vez ese amor torcido que uno nunca termina de entender.
Las vecinas chismosas vienen a verme cuando salgo al mercado:
—¡Qué buen hijo eres, Diego!— dicen —No cualquiera cuida así a su padre.
Yo sólo sonrío y bajo la mirada. Nadie sabe lo que pesa esta casa vacía ni las noches en las que me despierto sudando, recordando su voz exigiendo dinero mientras yo lloraba en silencio.
Una tarde, mientras le daba de comer puré de frijoles, se atragantó y tosió fuerte. Por un segundo pensé en no ayudarlo. Pero mis manos actuaron solas: lo sostuve, le di palmaditas en la espalda hasta que pudo respirar otra vez.
—¿Por qué lo haces?— me preguntó con voz ronca.
No supe qué responderle. Tal vez porque aún espero una disculpa que nunca llegará. O porque quiero demostrarme a mí mismo que puedo romper el ciclo.
A veces Mariana llama por teléfono:
—¿Cómo está papá?— pregunta sin mucho interés.
—Igual— le respondo —¿Y tú cuándo vienes?
—No puedo dejar a los niños ni al esposo— dice —Tú eres el hombre de la familia ahora.
Cuelgo sintiendo que otra carga cae sobre mis hombros. ¿Por qué siempre soy yo el responsable?
Las noches son largas aquí. El silencio sólo lo rompe el zumbido de los mosquitos y el sonido del respirador portátil de mi papá. Me siento en la sala oscura y pienso en todo lo que podría haber sido diferente si él hubiera sido otro tipo de padre; si hubiera entendido que el amor no se cobra ni se mide en billetes arrugados.
Un día, mientras lo bañaba con agua tibia y jabón barato, me miró fijamente y murmuró:
—¿Me odias?
Me quedé helado. No supe qué decirle. Tal vez sí lo odio un poco; tal vez sólo odio lo que hizo conmigo. Pero también siento lástima por él: por ese hombre duro que nunca supo cómo amar sin herir.
A veces pienso en irme lejos, empezar de nuevo donde nadie me conozca ni me pida cuentas del pasado. Pero luego veo sus ojos cansados y pienso en mi mamá, en cómo ella aguantó todo por nosotros.
¿Es esto la familia? ¿Un lazo irrompible aunque duela? ¿O sólo una cadena que arrastramos hasta que nos rompe?
Hoy, mientras le doy su medicina y le acomodo la almohada, me pregunto si algún día podré perdonarlo de verdad o si sólo estoy cumpliendo una condena invisible.
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Se puede perdonar algo así o hay heridas que nunca sanan?