Mi pequeña Camila y el vestido de diseñador: ¿Hasta dónde llega el amor de una madre?

—¿Otra vez con ese vestido, Lucía? —me espetó mi madre mientras me miraba con una mezcla de reproche y resignación desde la puerta de la cocina. El aroma a café recién hecho apenas lograba suavizar la tensión que flotaba en el aire.

Miré a Camila, mi hija de cinco años, girando frente al espejo con su vestido rosa de diseñador, ese que compré en cuotas y que me costó casi medio sueldo. Sus rizos oscuros bailaban con cada vuelta, y su risa llenaba la casa de una alegría que yo no recordaba haber sentido desde niña. Pero la voz de mi madre me devolvió a la realidad del pueblo, a las miradas en la plaza, a los susurros en la fila de la panadería.

—Mamá, ¿por qué la abuela está enojada? —preguntó Camila, deteniéndose de golpe.

Me agaché a su altura y le acaricié la mejilla. —No está enojada, mi amor. Solo está preocupada porque quiere lo mejor para ti… igual que yo.

Pero en el fondo sabía que no era tan simple. Desde que Camila nació, juré que nunca le faltaría nada. Yo crecí en una casa donde los sueños se medían en función del dinero que no teníamos. Recuerdo los zapatos remendados, los uniformes heredados y las fiestas a las que no fui porque no tenía qué ponerme. Por eso, cuando vi ese vestido en la vitrina del centro comercial en San Salvador, sentí que era una promesa cumplida: mi hija tendría lo que yo nunca tuve.

Pero el pueblo es pequeño y la gente habla. «¿De dónde saca Lucía para tanto lujo?», «¿No ve que eso es para ricos?», «¿Por qué le pone ese nombre tan raro a la niña?», decían las vecinas mientras colgaban la ropa o esperaban el bus. Hasta mi hermana Mariana, siempre tan directa, me lo soltó sin anestesia:

—Lucía, aquí no estamos en Miami ni en Ciudad de México. ¿Para qué tanto show? La niña va a crecer creída y sola.

Esa noche lloré en silencio mientras Camila dormía abrazada a su osito. Me pregunté si estaba haciendo mal. Si darle todo era realmente darle algo. Si el amor se mide en etiquetas o en tiempo compartido. Pero al día siguiente, cuando Camila me pidió que le leyera su cuento favorito antes de ir al kínder, sentí que todo valía la pena.

El verdadero golpe vino el día del festival escolar. Todas las niñas iban con vestidos sencillos, algunos hechos por sus propias madres. Camila llegó con su vestido rosa y una diadema brillante. Al principio todos sonrieron, pero pronto noté las miradas incómodas, los cuchicheos entre los padres. Una señora se acercó y me dijo en voz baja:

—No se ofenda, Lucía, pero aquí esas cosas no caen bien. Los niños pueden ser crueles.

Y así fue. Esa tarde Camila llegó llorando porque unas niñas le dijeron «princesa ridícula» y no quisieron jugar con ella. Sentí una rabia inmensa, pero también una culpa que me apretó el pecho como nunca antes.

Esa noche discutí con mi esposo, Andrés. Él siempre fue más práctico, más sencillo.

—Lucía —me dijo—, yo sé que quieres lo mejor para Camila, pero a veces lo mejor no es lo más caro ni lo más bonito. Es lo que la hace sentir parte de algo… no diferente.

—¿Entonces tengo que conformarme? ¿Dejar que viva lo mismo que yo viví?

—No se trata de conformarse —respondió él—. Se trata de enseñarle a ser feliz con lo que tiene y con quien es… no con lo que lleva puesto.

Sus palabras me dolieron porque eran ciertas. Pero también sentí una rebeldía profunda: ¿por qué tenía que elegir entre darle lo mejor y protegerla del juicio ajeno? ¿Por qué ser diferente era motivo de castigo?

Los días siguientes fueron difíciles. Camila ya no quería ponerse el vestido rosa. Yo lo guardé en el fondo del armario y empecé a cuestionar cada decisión: desde el desayuno hasta el peinado para ir al kínder. Mi madre me miraba con compasión y un poco de tristeza.

—Hija —me dijo una tarde mientras tejía en el corredor—, yo también quise darte todo… pero aprendí que a veces lo mejor es enseñarles a resistir, no a destacar.

Me quedé pensando en sus palabras mientras veía a Camila jugar con Mariana y sus primas en el patio, todas descalzas y llenas de tierra. Su risa era la misma de siempre, pero había algo nuevo: una libertad que yo no recordaba haberle visto antes.

Esa noche me senté junto a ella en la cama.

—Camila —le dije—, ¿te gusta tu vestido rosa?

Ella asintió tímidamente.

—¿Y te gusta jugar con tus primas aunque estén llenas de tierra?

Esta vez sonrió con ganas.

—Entonces puedes hacer las dos cosas —le dije—. Puedes ser tú misma siempre, con vestido o sin él.

Me abrazó fuerte y sentí que algo dentro de mí se acomodaba por fin.

Hoy sigo luchando con mis dudas. El pueblo sigue hablando y yo sigo trabajando duro para darle a Camila lo mejor… pero ahora entiendo que lo mejor no siempre es lo más caro ni lo más raro. A veces es solo estar ahí, escucharla y dejarla ser.

¿Hasta dónde llega el amor de una madre antes de convertirse en exceso? ¿Cómo encontramos el equilibrio entre protegerlos del mundo y prepararlos para enfrentarlo? No tengo todas las respuestas… pero sé que cada día intento ser la mejor madre posible para mi pequeña Camila.