Mi última paga en monedas: cómo la humillación en el trabajo cambió mi vida y la de mi familia
—¿Eso es todo? ¿Así me pagas, don Ernesto? —pregunté con la voz temblorosa, mirando la bolsa de plástico llena de monedas que había dejado sobre el mostrador grasiento.
Don Ernesto ni siquiera me miró. Siguió cortando carne al pastor, como si yo fuera invisible. —Es lo que hay, Javier. Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta —dijo, sin levantar la vista.
Sentí cómo la sangre me subía a la cara. Atrás, en la cocina, escuché a Maribel reírse bajito con los otros ayudantes. Sabían lo que pasaba. Todos lo sabían. Yo había trabajado tres años en esa taquería del centro de Ciudad de México, soportando jornadas eternas, gritos y humillaciones. Todo para llevar algo de dinero a casa, para que mis hijos tuvieran qué cenar y mi esposa, Lucía, pudiera dormir tranquila.
Pero ese día, el día que decidí renunciar porque ya no aguantaba más el maltrato, don Ernesto me pagó mi última quincena en monedas: puros pesos y centavos, como si fuera una limosna. Una bolsa pesada, ruidosa, que me quemaba en las manos mientras salía por última vez de ese local apestoso a cebolla y sudor.
Caminé por Eje Central con la bolsa pegada al pecho. Sentía que todos me miraban, que todos sabían lo que llevaba ahí: mi dignidad hecha pedazos. No sé cómo llegué a casa esa tarde. Cuando abrí la puerta, Lucía estaba sentada en la mesa con los niños haciendo tarea.
—¿Y eso? —me preguntó al ver la bolsa.
No pude hablar. Solo la puse sobre la mesa y me senté. Los niños dejaron de escribir y miraron la bolsa con curiosidad. Lucía la abrió y vio las monedas. Su cara cambió: primero sorpresa, luego rabia.
—¿Te pagó así? ¿En serio?
Asentí con la cabeza. Sentí las lágrimas subir, pero las contuve. No podía llorar delante de mis hijos.
—¡Ese desgraciado! —gritó Lucía—. ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Con esto quieres que pague la renta?
Me sentí más pequeño que nunca. Quise decirle que lo intenté todo, que aguanté por ellos, pero las palabras no salían. Los niños se abrazaron a ella, asustados por el tono de su voz.
Esa noche casi no dormimos. Lucía lloró en silencio mientras yo miraba el techo, pensando en todo lo que había soportado: los insultos de don Ernesto, las horas extras sin paga, los clientes groseros que me trataban como basura. Todo para terminar así: humillado frente a mi familia.
Al día siguiente salí temprano a buscar trabajo. Caminé horas bajo el sol, dejando currículums en panaderías, fondas, tiendas. Nadie llamaba. Los pocos que me entrevistaban ofrecían sueldos miserables o condiciones peores que las del taquero.
Pasaron semanas así. El dinero se acababa y Lucía empezó a vender tamales en la esquina para ayudar. Yo cuidaba a los niños mientras ella salía antes del amanecer con su olla y su canasta. Me sentía inútil, menos hombre. En las noches discutíamos por cualquier cosa: el dinero, los niños, mi falta de trabajo.
—No es tu culpa —me decía Lucía cuando me veía derrotado—. Pero tienes que hacer algo, Javier. No podemos seguir así.
Un día, mientras contaba las últimas monedas para comprar tortillas, mi hijo Emiliano se acercó y me abrazó fuerte.
—No llores, papá —me dijo—. Yo te ayudo a contar las monedas.
Su inocencia me rompió el corazón. ¿Qué ejemplo les estaba dando? ¿Qué futuro les esperaba si yo no podía ni conseguir un empleo digno?
Esa noche tomé una decisión: no iba a dejar que nadie más pisoteara mi dignidad ni la de mi familia. Al día siguiente fui al mercado y hablé con don Rogelio, un viejo amigo de mi papá que tenía un puesto de frutas.
—¿Me das chance de ayudarte? Aunque sea unas horas —le pedí.
Me miró con lástima pero también con cariño.
—Claro, Javier. Aquí siempre hay trabajo para los que no se rajan.
Empecé cargando cajas y acomodando fruta desde las cinco de la mañana. El trabajo era pesado pero honesto; don Rogelio me pagaba poco pero justo, en billetes y con respeto. Poco a poco fui recuperando la confianza y el ánimo.
Lucía siguió vendiendo tamales y juntos logramos juntar lo suficiente para pagar la renta y comprarle zapatos nuevos a Emiliano para la escuela. Los niños empezaron a ayudarme los fines de semana en el puesto; aprendieron a pesar fruta y a tratar bien a los clientes.
Un día vi pasar a don Ernesto por el mercado. Me miró de reojo pero no se atrevió a decir nada. Yo lo saludé con la cabeza en alto. Ya no sentía vergüenza; ahora sabía que mi valor no dependía del dinero ni del trabajo que tuviera, sino del amor y el respeto de mi familia.
A veces todavía sueño con esa bolsa de monedas y el dolor que sentí ese día. Pero también recuerdo cómo ese momento me obligó a cambiar, a buscar algo mejor para mí y los míos.
Hoy sé que nadie merece ser humillado por trabajar honradamente. Y aunque sigo luchando cada día para salir adelante, ya no tengo miedo ni vergüenza.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos traten así en nuestros trabajos? ¿Cuántos más tienen que pasar por esto para que algo cambie? Ojalá mi historia sirva para que otros levanten la voz y defiendan su dignidad.