Minutos de Silencio, Horas de Dolor: Vivir con mi Suegra bajo sus Reglas

—¿Por qué llegaste tarde otra vez, Mariana? —La voz de doña Carmen retumbó en la cocina como un trueno inesperado.

Eran apenas las siete y veinte de la noche, pero para ella, veinte minutos equivalían a una traición. Sentí el sudor frío recorrerme la espalda mientras dejaba las bolsas del supermercado sobre la mesa. Julián, mi esposo, ni siquiera levantó la vista del celular. Sabía que no iba a defenderme. Nunca lo hacía.

—Había tráfico, suegra. Además, pasé por la farmacia porque Julián me pidió sus pastillas —intenté justificarme, aunque ya sabía que no servía de nada.

Doña Carmen suspiró fuerte, ese suspiro que usaba para recordarme que yo era una intrusa en su reino. —En esta casa hay horarios, Mariana. Si no puedes cumplirlos, entonces dime para qué estás aquí.

Sentí un nudo en la garganta. No era la primera vez que me lo decía. Desde que Julián y yo nos casamos y nos mudamos a su casa en el barrio San Martín, cada día era una prueba de resistencia. Doña Carmen tenía reglas para todo: cómo tender la ropa, cómo cortar las verduras, hasta cómo debía hablarle a Julián. Y él… él solo asentía, como si todo fuera normal.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, recordé los días en que soñaba con tener mi propio hogar. Mi mamá siempre decía: “Mariana, nunca pierdas tu voz”. Pero aquí, entre las paredes color mostaza y los relojes que marcaban cada minuto de mi vida, sentía que me estaba apagando.

—¿Ya lavaste los platos? —preguntó doña Carmen apenas terminé mi comida.

—Sí, ahorita lo hago —respondí, tragando el último bocado con prisa.

—En mi casa no se deja nada para después —sentenció ella, mirándome con esos ojos oscuros que no admitían réplica.

Julián seguía en su mundo. A veces me preguntaba si realmente me veía o solo veía a la mujer que su madre le había dicho que debía tener: sumisa, callada, eficiente. Yo no era así antes. En la universidad organizaba protestas, escribía poemas, soñaba con viajar por América Latina. Ahora apenas tenía tiempo para leer un libro antes de dormir.

Una noche, después de una discusión especialmente dura porque olvidé comprar el pan integral que doña Carmen quería para su desayuno, me encerré en el baño y lloré en silencio. Me miré al espejo y apenas reconocí a la mujer ojerosa y cansada que me devolvía la mirada.

—¿Hasta cuándo vas a aguantar esto? —me pregunté en voz baja.

Al día siguiente, decidí hablar con Julián. Esperé a que doña Carmen saliera al mercado y lo enfrenté en la sala.

—Julián, no puedo más. Tu mamá me trata como si fuera una empleada. Necesito que me apoyes o… o no sé qué va a pasar con nosotros.

Él me miró como si le hablara en otro idioma.

—Mariana, es su casa. Hay que respetar sus reglas. Además, tú sabes cómo es mi mamá…

—¡Pero yo también soy tu esposa! ¿No merezco respeto? ¿No merezco sentirme en casa?

Él bajó la mirada y murmuró:

—No quiero problemas…

Sentí el corazón romperse un poco más. Esa tarde salí a caminar por el barrio. Vi a otras mujeres colgando ropa en los patios, riendo entre ellas, compartiendo chismes y sueños. Me pregunté si alguna de ellas sentía lo mismo que yo: esa mezcla de soledad y rabia contenida.

Las semanas pasaron y la tensión creció. Doña Carmen empezó a revisar mis cosas, a criticar mi forma de vestir y hasta mis llamadas con mi mamá. Un día encontré a Julián y a ella hablando en voz baja en la cocina.

—Te dije que Mariana no sabe hacer las cosas bien —susurró ella.

—Mamá, por favor…

—No quiero que termines como tu padre: aguantando a una mujer floja —dijo doña Carmen con veneno en la voz.

Sentí ganas de gritarles a los dos. Pero solo apreté los puños y me fui al cuarto. Esa noche escribí una carta para mí misma:

“Mariana: No eres invisible. No eres débil. Mereces ser feliz”.

Empecé a buscar trabajo en secreto. Sabía que si encontraba algo podría ahorrar para mudarnos o al menos tener un poco de independencia. Conseguí un puesto de medio tiempo en una librería del centro. Cuando se lo conté a Julián, él solo dijo:

—¿Y quién va a ayudar a mi mamá?

—Julián, yo también tengo derecho a crecer —le respondí con firmeza por primera vez.

Doña Carmen se enteró y armó un escándalo:

—¡En esta casa nadie sale a trabajar si no es necesario! ¿Qué va a decir la gente? ¿Que no te doy suficiente?

Por primera vez no lloré ni pedí perdón. Solo la miré a los ojos y le dije:

—Con todo respeto, doña Carmen: yo también tengo sueños. Y voy a luchar por ellos.

Esa noche dormí mal pero sentí una pequeña chispa encenderse dentro de mí. No sabía qué iba a pasar después; si Julián me apoyaría o si tendría que irme sola. Pero por primera vez en dos años sentí que estaba recuperando mi voz.

A veces me pregunto cuántas mujeres viven así: callando sus deseos para no incomodar a otros, perdiéndose entre reglas ajenas hasta olvidarse de sí mismas. ¿Cuántas Marianas hay allá afuera esperando el valor para decir basta? ¿Y tú… te has sentido alguna vez prisionera en tu propia casa?