Nadie podía traer a mi nieto, hasta que una visita inesperada lo cambió todo: El viaje de mi padre hacia el perdón

—¿Por qué siempre tiene que pasarme esto a mí? —me pregunté, apretando el celular con fuerza mientras la voz de Santiago aún resonaba en mi cabeza—. Papá, no puedo llevarte a Emiliano este fin de semana. Surgió algo en el trabajo y Lucía está enferma. Lo siento mucho.

Colgué sin responder. El silencio de la casa era ensordecedor. Desde que mi esposa se fue hace tres años, los fines de semana con Emiliano eran mi única alegría. Su risa llenaba los rincones, sus preguntas curiosas me hacían sentir útil, vivo. Ahora, otra vez, la soledad se sentaba a la mesa conmigo.

Me senté en la vieja mecedora del balcón, mirando las calles polvorientas de mi barrio en Monterrey. El calor apretaba y el zumbido de los autos era el único sonido que me acompañaba. Pensé en llamar a algún amigo, pero ¿qué iba a decirles? ¿Que me sentía solo? En esta tierra, los hombres no lloran ni se quejan. Pero yo sentía un nudo en la garganta imposible de tragar.

De pronto, el timbre sonó. Me sobresalté. Nadie venía a visitarme sin avisar. Caminé hasta la puerta y miré por la mirilla. No podía creerlo: ahí estaba él, mi padre, don Ernesto, con su sombrero gastado y esa mirada dura que siempre me intimidó.

Abrí la puerta con manos temblorosas.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, incapaz de ocultar el resentimiento.

—¿No vas a invitarme a pasar? —respondió él, seco como siempre.

Lo dejé entrar en silencio. Hacía más de diez años que no cruzábamos palabra. Desde aquella pelea brutal cuando mamá murió y él me culpó por no haber estado ahí. Desde entonces, cada uno siguió su camino: él con su orgullo, yo con mi dolor.

Se sentó en la sala y miró alrededor como si buscara algo perdido.

—Me enteré que tienes un nieto —dijo al fin—. Y que no va a venir hoy.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Quién le había contado? ¿Santiago? ¿Algún vecino chismoso?

—¿Y qué? —respondí a la defensiva.

—Nada… Solo pensé que quizá necesitabas compañía —murmuró, bajando la mirada por primera vez en mi vida.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Recordé mi infancia: las tardes en el taller de carpintería, sus gritos cuando algo salía mal, su incapacidad para decir “te quiero”. Recordé también cómo me fui alejando poco a poco hasta que solo quedaba rencor.

—No entiendo por qué viniste ahora —le dije—. Después de tantos años… ¿Por qué hoy?

Mi padre suspiró y se quitó el sombrero, revelando más canas de las que recordaba.

—Porque estoy viejo, hijo. Porque me pesa la soledad más que el orgullo. Porque quiero conocer a ese niño antes de irme… y porque quiero pedirte perdón.

La palabra “perdón” flotó en el aire como una promesa rota. Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. ¿Era posible perdonar después de tanto daño?

—¿Sabes cuántas veces soñé con esto? —le dije, la voz quebrada—. Que vinieras y me dijeras esas palabras… Pero también soñé con gritarte todo lo que me dolió: tu ausencia, tus reproches, tu frialdad.

Mi padre bajó la cabeza y murmuró:

—Lo sé. Fui un mal padre. No supe cómo amarte… Me enseñaron que los hombres no lloran ni abrazan. Pero ahora veo que estaba equivocado.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas sin poder evitarlo. Me sentí como un niño otra vez, buscando aprobación en esos ojos duros.

—Yo tampoco fui un buen hijo —admití—. Te guardé rencor tantos años… Y ahora veo a Emiliano y solo quiero ser diferente para él.

Nos quedamos callados largo rato. Afuera, el sol comenzaba a ocultarse tras los cerros y una brisa fresca entró por la ventana.

—¿Te gustaría conocerlo? —pregunté al fin.

Mi padre asintió y sonrió apenas, como si le costara trabajo recordar cómo hacerlo.

—Me encantaría —dijo—. Y también quisiera ayudarte a reparar lo que rompimos.

Esa noche cenamos juntos por primera vez en décadas. Hablamos poco, pero compartimos silencios menos dolorosos. Antes de irse, mi padre me abrazó torpemente y sentí que algo dentro de mí se acomodaba al fin.

Al día siguiente llamé a Santiago y le conté lo sucedido. Se sorprendió tanto como yo y prometió traer a Emiliano el próximo fin de semana para que conociera a su bisabuelo.

Ahora espero ese día con esperanza y miedo. No sé si podré ser el abuelo que Emiliano merece ni si podré sanar del todo mi relación con mi padre. Pero al menos hoy sé que el perdón es posible, aunque llegue tarde y duela aceptarlo.

¿Será cierto que nunca es demasiado tarde para sanar las heridas familiares? ¿Ustedes han tenido que perdonar o pedir perdón alguna vez? Los leo.