¿Nana, no te da vergüenza usar jeans? – La historia de una abuela que se niega a envejecer según las reglas de otros

—Nana, ¿no te da vergüenza usar jeans a tu edad?— La voz de mi hija resonó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Afuera llovía con fuerza sobre los techos de Sarajevo, y el olor a café recién hecho se mezclaba con la tensión que llenaba la casa. Yo estaba de pie junto a la ventana, mirando cómo el agua corría por el cristal, mientras mis manos temblaban levemente sobre la taza.

No respondí de inmediato. Sentí el peso de su mirada, dura y preocupada, como si mis pantalones fueran una afrenta personal. Me giré despacio, buscando en su rostro algún rastro de la niña que crié, la que solía reírse conmigo cuando bailábamos música vieja en la sala. Pero ahora era una mujer hecha y derecha, con sus propias ideas sobre lo que una madre —y peor aún, una abuela— debía ser.

—¿Por qué te molesta tanto cómo me visto?— pregunté al fin, tratando de mantener la voz firme.

Ella suspiró, cruzando los brazos. —No es solo eso, mamá. Es todo. Salir con tus amigas hasta tarde, escuchar esa música tan fuerte, pintarte los labios de rojo… La gente habla. ¿No te importa lo que digan?

Me mordí el labio para no reírme. ¿La gente? ¿Cuántas veces había escuchado esa frase en mi vida? La gente habló cuando me casé joven, cuando trabajé en la fábrica mientras otras mujeres se quedaban en casa, cuando decidí criar sola a mis hijas después de que su padre se fue. La gente siempre habla.

Pero esta vez era diferente. Esta vez era mi propia hija quien me juzgaba.

—¿Y tú qué piensas?— le devolví la pregunta. —¿De verdad crees que debería esconderme solo porque tengo canas y arrugas?

Ella bajó la mirada, jugando con el borde del mantel. —Solo quiero que seas respetada… Que no se rían de ti.

Me acerqué y le tomé la mano. Estaba fría y temblorosa, igual que la mía. —Hija, he pasado por guerras, hambre y soledad. He enterrado amigos y he visto partir a quienes amaba. ¿Crees que unos pantalones pueden quitarme la dignidad?

Sus ojos se llenaron de lágrimas. —No quiero perderte…

La abracé fuerte, sintiendo cómo su cuerpo se aflojaba contra el mío. Por un momento volvimos a ser solo madre e hija, sin reglas ni expectativas.

Pero la discusión no terminó ahí. Durante días, el ambiente en casa fue tenso. Mi nieto Emir me miraba con curiosidad cuando me veía salir con mis amigas del club de lectura o cuando ponía música de Mercedes Sosa a todo volumen mientras cocinaba. Mi yerno apenas disimulaba su incomodidad cuando llegaba tarde de alguna reunión o traía flores frescas para decorar la mesa.

Una tarde, mientras Emir hacía la tarea en la sala, se me acercó en silencio.

—Abuela… ¿Por qué peleas tanto con mamá?

Me senté a su lado y le acaricié el cabello oscuro. —No peleamos, mi amor. Solo discutimos porque nos queremos mucho y a veces no estamos de acuerdo.

Él asintió, pensativo. —A mí me gusta cómo eres. Eres diferente a las otras abuelas.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Era eso bueno o malo? Recordé a mi propia madre, siempre vestida de negro después de enviudar, resignada a una vida de silencios y sacrificios. Yo había jurado que sería distinta, pero ahora veía el precio que pagaba por esa decisión.

Esa noche soñé con mi infancia en Mostar: los veranos junto al río Neretva, las risas con mis primas mientras robábamos ciruelas del huerto del vecino. En esos sueños yo era libre, sin miedo al qué dirán ni al paso del tiempo.

Al despertar, supe lo que tenía que hacer.

Preparé un desayuno especial: burek recién horneado y café fuerte. Llamé a mi hija a la mesa y le hablé con el corazón en la mano.

—Sé que te preocupa lo que piensen los demás. Pero yo ya viví demasiado tiempo para complacer a todos menos a mí misma. No quiero ser una sombra en esta casa ni una abuela triste para Emir. Quiero que él recuerde a su nana como alguien feliz y auténtica.

Ella lloró en silencio mientras comíamos. Luego me abrazó largo rato.

Desde ese día, las cosas cambiaron poco a poco. No fue fácil: aún había miradas reprobatorias en el barrio y comentarios maliciosos en la tienda del mercado. Pero también hubo sonrisas cómplices de otras mujeres que se animaron a ponerse un poco de color en los labios o a salir juntas al cine.

A veces me pregunto si estoy siendo egoísta al querer vivir a mi manera después de tantos años siguiendo reglas ajenas. Pero cuando veo a Emir reírse conmigo o cuando mi hija me mira con orgullo —aunque todavía le cueste aceptarlo del todo— siento que vale la pena.

¿Acaso no tenemos todas derecho a buscar nuestra propia felicidad? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que otros decidan cómo debemos vivir y envejecer?