Nido vacío, esperanza viva: La soledad de una madre en el sur de Chile

—¿Por qué no me llamas más seguido, hija? —mi voz tiembla, apenas audible, mientras sostengo el teléfono con manos que ya no responden como antes.

Del otro lado, la voz de Camila suena lejana, como si hablara desde otro mundo. —Mamá, estoy ocupada. El trabajo en Santiago no me da respiro. Además, ya sabes cómo es la vida aquí—. Y antes de que pueda decirle cuánto la extraño, la llamada termina con un pitido seco.

Me quedo mirando el aparato, esperando que suene otra vez. Pero sólo escucho el tic tac del reloj y el viento golpeando las ventanas de esta casa grande y vacía en las afueras de Temuco. Aquí crecieron mis hijos: Camila y Tomás. Aquí corrían por el pasillo, peleaban por el control remoto y llenaban la cocina de risas y gritos. Ahora, sólo queda el eco de sus voces y el olor a sopaipillas que ya nadie pide.

Mi vecino, don Ernesto, toca la puerta cada tanto. —¿Necesita algo, señora Rosa?— pregunta con esa voz ronca de fumador empedernido. A veces le pido que me compre pan o que me ayude a cambiar un foco. Él siempre accede, pero sé que lo hace más por lástima que por cariño. No lo culpo; la soledad se huele desde la entrada.

A veces me siento en el sillón del living y repaso las fotos familiares. En una, Tomás sonríe con los dientes chuecos y Camila abraza a su perro, Rayo. Me pregunto si ellos también sienten este vacío o si la ciudad y sus nuevas vidas los han llenado por completo.

Recuerdo cuando Tomás me dijo que se iba al norte, a Antofagasta, porque allá estaba el futuro. —Mamá, aquí no hay nada para mí—. Yo quise retenerlo, pero ¿cómo se le niega el mundo a un hijo? Camila fue igual: apenas terminó la universidad, se fue a Santiago y nunca miró atrás.

La casa se volvió más grande con su ausencia. Las paredes parecen alejarse unas de otras y el frío del sur se cuela por cada rendija. A veces pienso en venderla e irme a un departamento pequeño en el centro, pero ¿y si algún día vuelven? ¿Y si traen nietos? No quiero que encuentren la casa vacía o en manos de extraños.

Las vecinas me invitan a tomar mate o a rezar el rosario, pero yo prefiero quedarme aquí, entre mis cosas, esperando una llamada o un mensaje. El celular vibra de vez en cuando: promociones del supermercado o cadenas de oración. Nunca es Camila ni Tomás.

Una tarde de lluvia intensa, Ernesto llega empapado con una bolsa de pan caliente. —No puede quedarse así, Rosa. Sus hijos deberían venir a verla— dice sin rodeos. Yo bajo la mirada y le agradezco en silencio. ¿Cómo explicarle que no quiero ser una carga para ellos? Que prefiero su ausencia a verlos venir obligados.

A veces sueño que vuelven todos juntos: Camila con su pelo corto y Tomás con su risa contagiosa. Despierto con lágrimas en los ojos y el corazón apretado. Me levanto despacio, apoyándome en el bastón que Tomás me regaló antes de irse.

Un día cualquiera, recibo una carta. Es de Camila. Me cuenta que está cansada, que la ciudad la agota y que extraña el olor a tierra mojada después de la lluvia. Me promete venir para Fiestas Patrias. Leo la carta una y otra vez hasta aprenderla de memoria.

Los días pasan lentos. Preparo empanadas y decoro la casa con banderines rojos, blancos y azules. Ernesto me ayuda a limpiar el patio y hasta pinta la reja. Por primera vez en años siento una chispa de alegría.

Pero llega septiembre y Camila no aparece. Un mensaje breve: «Perdón mamá, surgió algo en el trabajo». El corazón se me encoge otra vez. Tomás tampoco da señales de vida.

Esa noche lloro como no lo hacía desde que murió mi esposo. Me siento tonta por haberme ilusionado. Ernesto viene al día siguiente con sopaipillas recién hechas y me dice: —No está sola, Rosa. Aquí estamos los que quedamos—.

Me doy cuenta de que mi vida se ha reducido a esperar: una llamada, una visita, una señal de que aún soy importante para alguien. Pero también entiendo que no puedo vivir sólo de recuerdos ni depender del cariño ausente de mis hijos.

Empiezo a salir más seguido al jardín, a conversar con las vecinas y hasta me animo a ir a la feria los sábados con Ernesto. Poco a poco, la casa deja de ser un mausoleo y vuelve a llenarse de voces, aunque no sean las de mis hijos.

Sin embargo, cada noche antes de dormir, miro sus fotos y les hablo en silencio: «Aquí estoy, esperándolos siempre».

¿Será que algún día entenderán lo que significa para una madre quedarse sola? ¿O será que uno debe aprender a soltar incluso aquello que más ama?