Nido vacío, esperanza viva: La soledad de una madre llamada Rosa
—¿Por qué no me llamas más seguido, Valeria? —mi voz tiembla, apenas un susurro en el teléfono mientras miro por la ventana el atardecer que tiñe de naranja las paredes de mi casa.
Del otro lado, solo escucho un silencio incómodo, ese que se instala cuando las palabras pesan demasiado. —Mamá, estoy ocupada. El trabajo en el hospital no me deja tiempo ni para respirar —responde mi hija, con ese tono cansado que aprendió a usar para cerrar conversaciones.
Cuelgo y me quedo sentada en la sala, rodeada de los retratos familiares que cuelgan torcidos en la pared. La casa, este espacio enorme de tres recámaras que alguna vez fue un campo de batalla de risas y peleas infantiles, ahora es un mausoleo de recuerdos. Mateo, mi hijo menor, se fue hace dos años a Monterrey para estudiar ingeniería. Desde entonces, solo viene en Navidad, si acaso.
Mi vecina, Doña Carmen, dice que así es la vida: los hijos crecen y uno se queda con las fotos y los silencios. Pero yo no puedo resignarme. Cada mañana me levanto temprano, preparo café para dos por costumbre y pongo dos tazas en la mesa. A veces imagino que Valeria baja las escaleras apurada, buscando sus llaves, o que Mateo entra corriendo porque olvidó su mochila. Pero solo escucho el tic-tac del reloj y el ladrido lejano de un perro.
Mi movilidad ya no es la misma. La artritis me ha robado la agilidad de las manos y las piernas. Por eso dependo de Javier, mi vecino del otro lado, para ir al mercado o traerme las medicinas. Él siempre llega con una sonrisa y una bolsa de pan dulce. —¿Cómo amaneció hoy, Doña Rosa? —me pregunta mientras acomoda las compras en la cocina.
—Aquí, sobreviviendo —le respondo con una media sonrisa.
A veces me cuenta de sus nietos, que viven en el mismo barrio y lo visitan cada fin de semana. Siento una punzada de envidia y tristeza. ¿En qué momento mis hijos dejaron de necesitarme? ¿En qué momento pasé de ser el centro de su mundo a convertirme en una llamada pendiente?
Una tarde cualquiera, mientras riego las plantas del patio —con esfuerzo y paciencia— escucho a través del muro la voz de Javier discutiendo con su hija. Ella le reclama que no entiende sus problemas, que la vida ahora es diferente. Me estremezco porque reconozco ese tono: es el mismo que usaba Valeria cuando era adolescente y sentía que yo no comprendía nada.
Esa noche no puedo dormir. Me revuelvo entre las sábanas pensando en todas las veces que regañé a mis hijos por llegar tarde o por no ayudar en la casa. ¿Habré sido demasiado dura? ¿O demasiado blanda? ¿Será por eso que ahora prefieren estar lejos?
El domingo siguiente decido llamar a Mateo. Suena varias veces antes de que conteste.
—¿Mamá? ¿Todo bien?
—Solo quería escuchar tu voz —le digo, tragando saliva para no llorar.
—Estoy ocupado, tengo un examen mañana… pero te llamo después, ¿sí?
La llamada dura menos de dos minutos. Me quedo mirando el teléfono como si fuera una reliquia antigua. Siento rabia y tristeza al mismo tiempo. Salgo al patio y me siento junto a la bugambilia floreada. El aire huele a tierra mojada y a soledad.
Esa noche sueño con mi esposo, Salvador, que murió hace cinco años. En el sueño estamos todos juntos en la mesa: él cortando pan, Valeria riendo con Mateo por alguna tontería. Despierto con lágrimas en los ojos y un hueco en el pecho.
Un día cualquiera, Javier toca mi puerta más temprano de lo habitual.
—Doña Rosa, ¿quiere acompañarme al parque? Hoy hay feria de artesanías —me dice con entusiasmo.
Dudo unos segundos pero acepto. Me ayuda a subir al coche y juntos vamos al parque central del barrio. Hay música de mariachi, puestos de comida y niños corriendo por todas partes. Por un momento olvido mi soledad y hasta sonrío viendo a una niña abrazar a su abuela.
—¿Sabe? —me dice Javier mientras compartimos un elote— Yo también extraño cuando mi casa estaba llena. Pero aprendí a disfrutar lo poquito que tengo ahora.
Regresamos a casa al atardecer. Esa noche decido escribirle una carta a Valeria. No para reclamarle nada, sino para contarle cómo me siento:
“Hija querida,
Hoy fui al parque con Javier y recordé cuando tú y Mateo jugaban en los columpios. Sé que tienes tu vida y tus sueños lejos de aquí, pero quiero que sepas que te extraño todos los días. No te escribo para hacerte sentir mal, solo para decirte que aquí siempre tendrás un hogar.”
No sé si la leerá o si le importará, pero al menos siento que saqué algo del pecho.
Los días pasan lentos. A veces recibo mensajes cortos: “Mamá, estoy bien”, “No te preocupes”, “Te quiero”. Pero nunca son suficientes para llenar el vacío.
Un viernes por la tarde escucho el timbre. Abro la puerta con dificultad y ahí está Valeria, con una maleta pequeña y los ojos llorosos.
—Perdóname por no venir antes —me dice abrazándome fuerte—. Te extraño mucho, mamá.
Lloramos juntas en la sala mientras el sol se cuela por la ventana. Esa noche cenamos juntas como antes: sopa caliente y tortillas recién hechas. Hablamos hasta tarde sobre su trabajo, sus miedos y sus sueños frustrados.
—A veces siento que no pertenezco a ningún lado —me confiesa—. Ni aquí ni allá.
Le acaricio el cabello como cuando era niña.
—Siempre tendrás un lugar aquí conmigo —le digo—. Aunque sea solo por un ratito.
Mateo llama esa noche por videollamada y nos reímos los tres como hace años. Por primera vez en mucho tiempo siento que el vacío se llena aunque sea por unas horas.
Valeria se queda solo un par de días antes de volver a su vida agitada en la ciudad. Cuando se va, me deja una nota en la mesa: “Gracias por esperarme siempre”.
Me quedo sola otra vez pero algo ha cambiado dentro de mí. Entiendo que mis hijos tienen derecho a volar lejos aunque duela. Mi casa seguirá siendo su refugio mientras yo viva.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas madres como yo esperan cada día una llamada o una visita? ¿Cuántos hijos olvidan que detrás del silencio hay un corazón latiendo por ellos? ¿Y ustedes… han sentido este vacío alguna vez?