No Ahora, Amor, Estamos Hablando de Cosas Serias: La Historia de una Mujer en Segundo Plano
—No ahora, amor, estamos hablando de cosas serias —dijo Ernesto, sin mirarme siquiera, mientras yo sostenía la jarra de café caliente y el aroma se mezclaba con el sudor de mi frente. Desde la puerta de la cocina, sentí cómo mi nombre flotaba en el aire, apenas un eco, una nota al margen en la conversación de los hombres sentados en la mesa del comedor.
Mi hijo mayor, Julián, tenía la misma mirada que su padre: dura, impaciente. Mi suegro, don Ramiro, asentía con gravedad mientras hablaban de política y negocios, como si el mundo entero dependiera de sus opiniones. Yo era apenas una sombra entre las paredes de nuestra casa en San Miguel de Tucumán, invisible salvo cuando hacía falta otra taza o un plato más.
A veces me pregunto cuándo fue que empecé a desaparecer. ¿Fue cuando dejé la universidad para casarme con Ernesto? ¿O cuando nació Camila y pasé noches enteras sin dormir, aprendiendo a callar mis propias necesidades? Mi madre siempre decía: “Las mujeres aguantan porque así es la vida”, pero yo no sabía que aguantar significaba volverse transparente.
Esa tarde, mientras recogía los platos y escuchaba las risas ahogadas desde el comedor, sentí una punzada en el pecho. No era solo cansancio; era rabia. Una rabia antigua, heredada quizá de mi abuela que cruzó los Andes con cinco hijos y un marido borracho. O tal vez era mía, nacida de años de ser la última en sentarse a la mesa y la primera en levantarse.
—Mamá, ¿me ayudás con la tarea? —Camila apareció en la cocina con los ojos grandes y el cuaderno abierto.
—Claro, mi amor —le respondí, forzando una sonrisa. Pero mientras repasábamos las tablas de multiplicar, mi mente seguía atrapada en el comedor, donde los hombres decidían sobre el futuro de la familia sin siquiera preguntarme qué pensaba yo.
Esa noche, después de acostar a los chicos y lavar los platos, me senté sola en el patio trasero. El aire olía a jazmín y a tierra mojada. Cerré los ojos y recordé quién era antes de convertirme en «la señora de Ernesto»: una joven que soñaba con ser abogada y defender a las mujeres como mi tía Lucía, que terminó presa por protestar contra la dictadura.
Al día siguiente, mientras Ernesto se preparaba para ir al trabajo, le pregunté si podía ir a la reunión de padres en la escuela.
—¿Para qué? Si igual no entienden nada —me dijo sin mirarme. Sentí que algo dentro mío se rompía.
—Quiero ir —insistí—. Quiero saber qué pasa con nuestros hijos.
Me miró como si hubiera dicho una locura. Pero no discutió. Simplemente se fue dando un portazo.
En la escuela, las otras madres me saludaron con sonrisas cansadas. Todas teníamos ojeras y manos ásperas de tanto lavar ropa. Cuando la directora habló sobre los problemas de disciplina y la falta de recursos, levanté la mano por primera vez en años.
—¿Por qué no organizamos una colecta entre los padres? —sugerí—. Podemos hacer empanadas y venderlas en la plaza.
Las miradas se posaron sobre mí. Algunas asintieron tímidamente; otras bajaron la vista. Pero esa noche recibí mensajes por WhatsApp: “Contá conmigo”, “Yo puedo ayudar con el relleno”. Sentí una chispa de esperanza encenderse dentro mío.
Cuando le conté a Ernesto lo que había propuesto, se rió.
—¿Y vos qué sabés de organizar nada? Mejor dejá esas cosas para los que entienden.
No respondí. Pero esa noche dormí poco y soñé mucho: vi a mi abuela cruzando montañas, a mi tía gritando consignas en la plaza Independencia, a mi madre llorando en silencio mientras planchaba camisas ajenas.
Los días siguientes fueron un torbellino. Las madres venían a casa con bolsas de harina y carne picada. Camila me ayudaba a armar docenas de empanadas mientras Julián miraba desde lejos, confundido por ver a su madre tan decidida.
El sábado llevamos todo a la plaza. Vendimos cada empanada entre risas y anécdotas compartidas. Recaudamos suficiente para comprar libros y arreglar los ventiladores rotos del aula. Por primera vez en mucho tiempo sentí que mi voz tenía peso.
Esa noche hubo discusión en casa. Ernesto llegó molesto porque alguien le había contado que yo «andaba mandoneando» a las otras mujeres.
—¿Qué te pasa últimamente? ¿Desde cuándo te creés tan importante? —me gritó delante de los chicos.
Sentí miedo. Pero también sentí algo nuevo: dignidad.
—No me creo importante —le respondí con voz firme—. Lo soy. Y vos también deberías saberlo.
El silencio fue pesado como plomo. Julián bajó la cabeza; Camila me abrazó fuerte.
Esa noche dormí sola en el sofá. Lloré mucho, pero no era tristeza; era alivio. Al día siguiente Ernesto no me habló. Durante semanas hubo tensión en casa, miradas frías y palabras cortantes. Pero yo seguí adelante: organicé más actividades en la escuela, ayudé a otras madres a terminar sus estudios secundarios por WhatsApp y hasta empecé a leer libros de derecho otra vez.
Un día Julián se acercó mientras preparaba mate.
—Mamá… ¿vos siempre quisiste hacer esto? —me preguntó tímido.
—Siempre quise ser escuchada —le respondí—. Y ayudar a otras mujeres como yo.
Me miró largo rato y luego me abrazó fuerte. Sentí que algo cambiaba entre nosotros; tal vez él también empezaba a verme distinta.
Con el tiempo Ernesto aceptó que yo ya no era solo «la señora de». No fue fácil: hubo peleas, lágrimas y hasta amenazas de separación. Pero también hubo momentos de ternura inesperada: una tarde me trajo flores del mercado y me dijo bajito: “Perdoname si no supe verte antes”.
Hoy sigo luchando por no volverme invisible. Sigo peleando por un lugar en la mesa y en las decisiones importantes. A veces tengo miedo; otras veces siento que puedo con todo. Pero ya no me callo más.
Desde este rincón del patio donde escribo estas palabras, les pregunto: ¿Cuántas veces han sentido que su voz no importa? ¿Cuándo fue la última vez que exigieron ser escuchadas? Los leo.