No dejaré que me arrebaten a mi hijo: La tormenta en mi hogar
—¡No, Dario! ¡No voy a permitir que te lleves a Ivan!— grité, con la voz quebrada por el miedo y la rabia, mientras la lluvia golpeaba los ventanales de nuestro pequeño departamento en Rosario. Mi hijo, Ivan, apenas tenía nueve años y estaba sentado en el sofá, abrazando su peluche favorito, con los ojos grandes y asustados.
Dario me miró con esa frialdad que últimamente se había vuelto habitual. —No es por capricho, Lucía. Mi mamá puede cuidarlo mejor. Aquí no tiene futuro— dijo, sin mirarme a los ojos. Sentí un puñal en el pecho. ¿Cómo podía pensar que su madre, doña Mercedes, esa mujer dura y llena de prejuicios, podría cuidar mejor a mi hijo que yo?
La tormenta afuera era nada comparada con la que se desataba dentro de mí. Recordé tantas veces en las que doña Mercedes me había hecho sentir menos: “Lucía, vos no sabés criar a un varón”, “En mi casa Ivan va a aprender lo que es disciplina”. Siempre esas frases, siempre esa sombra sobre mi maternidad. Pero ahora Dario le daba la razón.
Me acerqué a Ivan y lo abracé fuerte. —No te preocupes, mi amor. Mamá está acá— le susurré al oído, aunque por dentro temblaba. Dario se fue dando un portazo y yo me quedé sola con mi hijo y mis pensamientos oscuros.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había soportado desde que me casé con Dario: sus ausencias, sus silencios, las veces que prefería irse a jugar al truco con sus amigos antes que ayudarme en casa. Pero esto era distinto. Esto era una traición.
Al día siguiente, mientras preparaba mate y pan casero para Ivan antes de ir a la escuela, Dario volvió temprano. —Ya hablé con mamá— soltó sin rodeos. —El sábado paso a buscar a Ivan. No hay más que hablar.
Sentí que me faltaba el aire. —¿Y yo? ¿No tengo voz? ¡Soy su madre!— le grité, pero él solo levantó los hombros y se fue al baño. Ivan me miró con lágrimas en los ojos. —¿Me vas a dejar irme, mami?— preguntó bajito.
Me arrodillé frente a él y le tomé las manos. —Nunca voy a dejar que te separen de mí— le prometí, aunque no sabía cómo iba a cumplirlo.
Ese día fui al trabajo como un fantasma. Mis compañeras en la panadería notaron mi tristeza. Rosa, mi amiga de toda la vida, me llevó al fondo y me abrazó fuerte. —No te dejes, Lucía. Vos sos una leona— me dijo. Y esas palabras me dieron fuerzas.
Esa tarde fui a buscar ayuda al Centro de la Mujer del barrio. Me atendió la licenciada Mariana, una psicóloga dulce y firme. Le conté todo entre sollozos: las manipulaciones de Dario, el desprecio de doña Mercedes, el miedo de perder a mi hijo.
—Lucía, vos tenés derechos como madre. Nadie puede sacarte a tu hijo así nomás— me aseguró Mariana. Me explicó los pasos legales y me ofreció acompañamiento psicológico para Ivan y para mí.
Volví a casa con una chispa de esperanza. Pero Dario no iba a rendirse fácil. Esa noche llegó borracho y empezó a gritarme delante de Ivan: —¡Sos una inútil! ¡Por tu culpa Ivan es débil! ¡En casa de mamá va a aprender lo que es ser hombre!
Ivan lloraba desconsolado y yo sentí una furia ciega. —¡Basta! ¡No vas a gritarle así nunca más!— le grité mientras lo empujaba fuera del cuarto de Ivan.
Al día siguiente fui al juzgado con Mariana y presenté una denuncia por violencia psicológica y amenazas de separación injustificada. El proceso fue largo y doloroso; tuve que escuchar cómo Dario y doña Mercedes inventaban historias sobre mí: que era floja, que no sabía educar, que Ivan estaba mejor con ellos.
Pero también tuve el apoyo de Rosa, de mis compañeras del trabajo, de Mariana y del propio Ivan, que en cada audiencia decía: —Quiero vivir con mi mamá.
Fueron meses de angustia, noches sin dormir, días enteros llorando en silencio para no preocupar a Ivan. Pero también fueron meses de descubrir mi propia fuerza. Aprendí a defenderme, a pedir ayuda, a no callar más.
Un día recibí la noticia: el juez falló a mi favor. Ivan se quedaría conmigo y Dario tendría visitas supervisadas hasta que demostrara estar en condiciones de ser un padre presente y respetuoso.
Esa noche abracé a Ivan como nunca antes. Lloramos juntos, pero esta vez eran lágrimas de alivio.
Dario se fue de la casa poco después. Doña Mercedes dejó de llamarme para insultarme; supongo que entendió que ya no podía manipularme más.
Hoy sigo trabajando en la panadería y criando a Ivan sola. No es fácil: hay días en los que siento miedo, otros en los que la soledad pesa mucho. Pero cada vez que veo a Ivan sonreír sé que valió la pena luchar.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres callan por miedo? ¿Cuántas madres sienten que no tienen derecho a defender lo más sagrado? ¿Y si yo no hubiera tenido el valor de pedir ayuda? ¿Qué sería hoy de mi hijo?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por sus hijos?