No me falles, papá: La herida invisible de mi hogar
—¡No me falles, Mariana! —gritó mi papá desde el comedor, su voz retumbando en las paredes como un trueno que nunca cesa. Mi mamá, con la mirada baja, recogía los platos en silencio. Yo tenía apenas ocho años y ya sabía que el miedo era parte del desayuno, del almuerzo y de la cena.
Afuera, en la calle empedrada de nuestro barrio en Puebla, mi papá era otro hombre. Saludaba a los vecinos con una sonrisa amplia, ayudaba a Doña Carmen a cargar las bolsas del mercado y hasta jugaba fútbol con los niños de la cuadra. Pero apenas cruzaba el umbral de la casa, su rostro se endurecía y su voz se volvía cuchillo. A veces me preguntaba si tenía dos papás: uno para el mundo y otro para nosotras.
Mi mamá, Lucía, era una sombra silenciosa. Nunca le oí levantar la voz. Cuando papá gritaba, ella solo asentía o se disculpaba por cosas que ni siquiera eran su culpa. Yo intentaba no hacer ruido, no molestar, no existir demasiado. Pero siempre había algo: una tarea mal hecha, un vaso fuera de lugar, una palabra inoportuna.
—¿Por qué no puedes ser como los demás niños? —me decía él—. ¡No me hagas quedar mal!
En la escuela, mis amigas hablaban de sus papás con cariño. Yo inventaba historias: que el mío era estricto porque quería lo mejor para mí, que era bromista en casa. Mentiras piadosas para no sentirme tan sola.
Una tarde, después de una discusión especialmente fuerte, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Escuché a mi mamá suplicarle a mi papá que bajara la voz, que yo era solo una niña. Él respondió con un portazo.
Los años pasaron y aprendí a leer las señales: el ceño fruncido, los pasos pesados, el silencio espeso antes de la tormenta. Mi mamá y yo nos comunicábamos con miradas, sabiendo cuándo era mejor desaparecer.
En secundaria, mi mejor amiga Valeria me invitó a su casa. Su papá nos recibió con risas y abrazos. Me sentí extraña, como si estuviera viendo una película de otra vida posible. Esa noche lloré en silencio, preguntándome por qué yo no podía tener eso.
Un día, cuando tenía quince años, encontré a mi mamá llorando en la cocina. Me acerqué y le pregunté por qué aguantaba tanto. Ella me miró con ojos cansados y dijo:
—Porque lo amo… o porque tengo miedo de estar sola. No sé cuál pesa más.
Esa respuesta me dolió más que cualquier grito de mi papá.
En el último año de prepa, todo cambió. Una tarde llegué temprano a casa y escuché una conversación entre mis padres que nunca debí oír.
—No puedo seguir fingiendo —decía mi mamá—. Mariana merece saber la verdad.
—¡No! —respondió él—. Si se entera, me odiará para siempre.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se saldría del pecho. Esperé a que se calmaran y esa noche enfrenté a mi mamá.
—¿Qué es lo que tengo que saber?
Ella dudó unos segundos eternos antes de hablar:
—Tu papá… perdió a su familia cuando era niño. Su papá lo abandonó y su mamá murió poco después. Creció en un orfanato donde nadie le mostró cariño. Siempre tuvo miedo de ser débil… y por eso es tan duro con nosotras.
Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. ¿Eso justificaba todo el dolor que nos causaba? ¿Podía perdonarlo solo porque él también había sufrido?
Esa noche no dormí. Recordé cada grito, cada mirada fría, cada vez que mi mamá tembló de miedo. Pero también pensé en las veces que vi a mi papá solo en el patio, mirando fotos viejas con los ojos llenos de tristeza.
Al día siguiente lo enfrenté.
—Papá… ¿por qué eres así conmigo? ¿Por qué no puedes quererme como quieres a los demás?
Se quedó callado mucho tiempo. Por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—No sé cómo hacerlo —susurró—. Nadie me enseñó.
Nos quedamos en silencio. No hubo abrazos ni palabras bonitas. Solo dos personas heridas intentando entenderse.
Desde ese día las cosas no cambiaron mágicamente. Mi papá seguía siendo duro, pero a veces intentaba ser diferente: un comentario menos cruel, un silencio menos largo. Mi mamá empezó a salir más con sus amigas y yo busqué ayuda en la psicóloga de la escuela.
Hoy tengo veintiséis años y vivo lejos de casa. Hablo con mi mamá todos los días; con mi papá solo a veces. Aún me duele recordar mi infancia, pero intento entender que todos cargamos heridas invisibles.
A veces me pregunto: ¿cuántos padres en Latinoamérica repiten el ciclo del dolor porque nadie les enseñó a amar? ¿Cuántos hijos crecen creyendo que no merecen cariño? ¿Es posible romper ese círculo?
¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede aprender a amar aunque nunca te hayan amado bien?