No Puedo Ser Madre Hasta Que Mis Sobrinos Crezcan: El Peso de las Decisiones de Mi Padre
—¡No puedes tener hijos todavía, Lucía!— La voz de mi papá retumbó en el comedor, como un trueno que nadie esperaba en pleno verano. Mi mamá bajó la mirada, y mi hermano Julián ni siquiera se inmutó. Yo apreté los puños bajo la mesa, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
—¿Y por qué no?— pregunté, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro sentía que me desmoronaba. —Ya tengo treinta y dos años, papá. Tengo trabajo, pareja, y ganas de formar mi propia familia.
Él me miró con esa mezcla de autoridad y terquedad que siempre lo ha caracterizado. —Tus sobrinos todavía son pequeños. Julián necesita ayuda con ellos. No es momento para que tú te distraigas con tus propios hijos.
Ahí estaba otra vez: la vida de todos girando alrededor de Julián y sus problemas. Desde que éramos niños en nuestro barrio de Medellín, mi papá lo trató como si fuera de cristal. Cuando rompía algo, era culpa del objeto. Cuando se peleaba en la escuela, era culpa del otro niño. Y cuando embarazó a su novia a los diecisiete años, fue culpa de la muchacha por «no cuidarse».
Ahora Julián tiene veintiséis años y dos hijos con diferentes mujeres. Ninguna relación duró más de un año. Los niños viven con nosotros porque sus madres no pudieron más con él ni con la falta de apoyo económico. Mi mamá se desvive por los nietos, pero está cansada; yo ayudo en lo que puedo, pero también tengo derecho a mi vida, ¿no?
—Papá, no es justo— insistí. —No puedes decidir sobre mi cuerpo ni sobre mi futuro solo porque Julián no asume sus responsabilidades.
Él golpeó la mesa con el puño. —¡No hables así de tu hermano! Él ha pasado por mucho. Tú eres la mayor, tienes que dar el ejemplo y ayudar a la familia.
Sentí que me ahogaba. ¿Dar el ejemplo? ¿Ayudar? Toda mi vida he sido la hija responsable: buenas notas, trabajo estable, nunca le he dado problemas a nadie. Pero eso nunca ha sido suficiente para él. Siempre es Julián el que necesita comprensión, el que merece segundas oportunidades.
Esa noche no pude dormir. Escuchaba los pasos de mi mamá en la cocina, preparando biberones para mis sobrinos a las dos de la mañana. Pensé en mi pareja, Camilo, quien ya me había dicho varias veces que quería tener hijos conmigo. ¿Cuánto tiempo más iba a posponer mi felicidad por una familia que nunca me ha puesto en primer lugar?
Al día siguiente, mientras llevaba a los niños al jardín infantil, Julián salió del cuarto con los ojos rojos y olor a trago.
—¿Otra vez te trasnochaste?— le pregunté en voz baja para no despertar a los niños.
Él se encogió de hombros. —No es fácil ser papá solo, Lucía.
—No estás solo— le respondí con amargura. —Tienes a toda la familia detrás tuyo… menos cuando se trata de asumir tus errores.
Me miró como si yo fuera una extraña. —Tú siempre tan dura conmigo.
No respondí. ¿Cómo explicarle que no era dureza sino cansancio? Cansancio de cargar con una familia rota por las decisiones de un solo hombre: mi papá.
Esa tarde hablé con Camilo en el parque del barrio. Le conté todo lo que había pasado.
—¿Y qué vas a hacer?— me preguntó, tomándome la mano.
—No sé— admití entre lágrimas. —Siento que si decido ser madre ahora, voy a ser la mala del cuento para todos. Pero si sigo esperando, voy a perder mi oportunidad de ser feliz.
Camilo me abrazó fuerte. —Lucía, tienes derecho a tu vida. No puedes vivir siempre bajo las reglas de tu papá.
Pero en mi casa las reglas no se discuten; se acatan. Así ha sido siempre. Recuerdo cuando tenía quince años y quise ir a una fiesta con mis amigas. Mi papá dijo que no porque «las mujeres decentes no andan en la calle de noche». Pero cuando Julián llegaba borracho a las tres de la mañana, solo le preguntaba si quería comer algo.
El tiempo pasó y el ambiente en casa se volvió más tenso. Mi mamá empezó a enfermarse del estrés y yo me sentía cada vez más atrapada. Un día, mientras bañaba a uno de mis sobrinos, él me preguntó:
—Tía Lucía, ¿por qué tú no tienes hijos?
Me quedé helada. ¿Cómo explicarle a un niño de cuatro años que su abuelo cree que su papá necesita más ayuda que yo derecho a ser madre?
Esa noche enfrenté a mi papá otra vez.
—Papá, voy a tener un hijo con Camilo. No te estoy pidiendo permiso, solo te aviso.
Él se puso rojo de furia. —¡Si haces eso te vas de esta casa!
Lo miré a los ojos por primera vez sin miedo. —Entonces me voy.
Empaqué mis cosas esa misma noche. Mi mamá lloró mucho y Julián ni siquiera salió del cuarto para despedirse. Camilo me recibió en su apartamento con los brazos abiertos.
Han pasado seis meses desde entonces. Estoy embarazada y aunque extraño a mi mamá y a mis sobrinos, siento una paz que nunca había sentido antes. Mi papá no me habla y Julián sigue igual, pero yo finalmente estoy viviendo mi vida.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica han tenido que renunciar a sus sueños por cargar con los errores o expectativas de sus familias? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que el machismo y las decisiones ajenas definan nuestro destino?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale la pena romper con todo para buscar nuestra propia felicidad?