No quiero una hija así
—¡No quiero una hija así! —gritó mi madre, Rosaura, agitando el sobre arrugado que acababa de encontrar en mi mochila. El papel temblaba en su mano como si fuera una serpiente venenosa. Yo estaba parada en el umbral de la cocina, con los ojos hinchados y la garganta seca, sin poder pronunciar palabra.
—Mamá, por favor… —alcancé a decir, pero mi voz se quebró como un vaso contra el suelo.
—¡Vergüenza para toda la familia! ¿Cómo crees que voy a mirar a doña Lupita a los ojos después de esto? ¿Qué va a decir tu abuela cuando se entere? —Su voz se volvió un chillido agudo, casi inhumano.
Mi padre, don Ernesto, estaba sentado en la mesa con la cabeza gacha. No decía nada. Solo apretaba los puños sobre el mantel de hule floreado, ese que mi madre tanto cuidaba. Mi hermano menor, Emiliano, miraba desde la puerta del patio, con la cara pálida y los labios apretados. Nadie se atrevía a moverse.
El sobre contenía una carta de amor. Una carta que yo, Mariana, había escrito a Fernanda, mi mejor amiga desde la primaria. No era la primera vez que sentía algo así, pero sí la primera vez que lo ponía en palabras. Y ahora esas palabras eran cuchillos en el aire de nuestra casa.
—¿Por qué no puedes ser como las demás niñas? —sollozó mi madre, dejándose caer en una silla—. ¿Por qué me haces esto?
Yo quería gritarle que no lo hacía por lastimarla, que no era una elección ni una rebeldía adolescente. Quería decirle que llevaba años sintiéndome diferente, escondiéndome detrás de sonrisas y vestidos que nunca me quedaban bien. Pero no pude. Solo lloré en silencio.
Esa noche no cenamos juntos. Mi madre se encerró en su cuarto y mi padre salió al patio a fumar, aunque había prometido dejarlo. Yo me quedé sentada en la cocina, mirando el sobre arrugado sobre la mesa. Pensé en Fernanda y en cómo me había sonreído esa tarde en la plaza del pueblo, sin saber el huracán que se desataría después.
Al día siguiente, en la escuela secundaria Benito Juárez, sentí las miradas clavadas en mi espalda. Alguien debió haber contado algo porque las risitas y los murmullos me siguieron por los pasillos. Fernanda me evitó todo el día. Cuando intenté acercarme a ella al salir de clases, solo me dijo:
—No puedo hablar contigo ahorita, Mariana. Mi mamá me prohibió juntarme contigo…
Sentí que el mundo se me venía encima. Caminé sola hasta la casa, pateando piedras y tragándome las lágrimas. Al llegar, encontré a mi abuela Tomasa sentada en el corredor, tejiendo como siempre.
—¿Qué te pasa, niña? —me preguntó sin mirarme.
—Nada, abuela…
—No me mientas —dijo con voz firme—. Tienes los ojos hinchados y caminas como si llevaras piedras en los zapatos.
Me senté a su lado y por un momento pensé en contarle todo. Pero me dio miedo. Miedo de perder también su cariño.
Esa noche escuché a mis padres discutiendo en voz baja detrás de la puerta cerrada de su cuarto.
—¿Y si es solo una etapa? —decía mi padre—. A lo mejor se le pasa…
—¡No quiero una hija así! —insistía mi madre—. ¡No lo voy a permitir!
Me tapé los oídos con la almohada y recé para desaparecer.
Los días pasaron lentos y pesados. En el pueblo de San Miguel del Río todos parecían saberlo ya. Las vecinas cuchicheaban cuando pasaba frente a sus casas. En la tienda de don Chuy sentí las miradas clavadas mientras compraba tortillas. Hasta Emiliano empezó a evitarme.
Una tarde encontré a mi madre llorando en la cocina. Me acerqué despacio y le puse una mano en el hombro.
—Mamá…
Ella se apartó bruscamente.
—¿Por qué no puedes ser normal? —susurró entre sollozos—. ¿Por qué Dios me castiga así?
No supe qué responderle. Solo sentí un hueco enorme en el pecho.
Un domingo por la mañana, mientras ayudaba a mi abuela a preparar tamales para vender en el mercado, ella me miró fijamente y dijo:
—No importa lo que pase, Mariana, tú eres mi nieta y te quiero igual.
Me eché a llorar como nunca antes. Ella me abrazó fuerte y por primera vez sentí un poco de alivio.
Pero el rechazo de mi madre seguía siendo una herida abierta. Empezó a ignorarme durante días enteros. Me hablaba solo para darme órdenes o regañarme por cualquier cosa: por cómo me vestía, por cómo hablaba, por cómo caminaba.
Un día exploté.
—¡Ya basta! —le grité—. ¡No voy a cambiar solo porque tú lo digas! ¡Esta soy yo!
Ella me miró con odio y tristeza al mismo tiempo.
—Entonces vete de esta casa —dijo con voz helada—. No quiero una hija así bajo mi techo.
Me fui esa misma noche con lo poco que pude meter en una mochila: dos mudas de ropa, un cuaderno y el retrato viejo de mi abuela cuando era joven.
Me refugié unos días con mi tía Lucía en la ciudad cercana de Oaxaca. Ella siempre fue diferente al resto de la familia: más abierta, más comprensiva. Me recibió sin preguntas y me dejó quedarme en su pequeño departamento lleno de plantas y libros.
En la ciudad todo era distinto. Nadie me conocía ni me juzgaba por cómo caminaba o vestía. Empecé a trabajar en una cafetería y a ahorrar para terminar la prepa abierta. Poco a poco fui encontrando gente como yo: otros chicos y chicas que también habían huido del rechazo familiar o del chisme del pueblo.
A veces lloraba por las noches pensando en mi madre y en todo lo que había perdido. Extrañaba el olor del café recién hecho en las mañanas y las risas de Emiliano cuando jugábamos lotería los domingos. Pero también sentía una libertad nueva, un aire fresco que nunca había respirado antes.
Un día recibí una carta de mi abuela Tomasa:
«Aquí te extrañamos mucho. Tu mamá sigue muy dura, pero yo sé que algún día va a entenderte. No pierdas la fe ni te olvides de quién eres. Te quiero mucho, tu abuela».
Lloré al leerla pero también sentí esperanza por primera vez desde hacía meses.
Con el tiempo aprendí a quererme tal como soy. Empecé a estudiar psicología porque quería ayudar a otros jóvenes como yo, que sienten que no tienen un lugar en el mundo.
A veces sueño con volver al pueblo y abrazar a mi madre sin miedo ni vergüenza. No sé si algún día será posible. Pero hoy sé que valgo mucho más de lo que ella puede ver ahora.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que el miedo nos separe de quienes amamos? ¿Cuántos hijos e hijas tienen que irse para que las familias entiendan que amar es aceptar?