¡No Sabes Valorar Nada! – El Sermón de Mamá y la Búsqueda de la Felicidad
—¡No sabes valorar nada, Tomás! —gritó mamá desde la cocina, mientras yo dejaba caer la mochila en el suelo y Camila se escondía detrás de mí, como si mi espalda pudiera protegerla de la furia de Verónica.
El olor a frijoles refritos llenaba la casa, mezclado con el aroma agrio del café recalentado. Mamá estaba sentada en la mesa, zurciendo un par de calcetas que ya no tenían remedio. Su cara, marcada por las arrugas del esfuerzo y la preocupación, se endurecía cada vez que veía el recibo de la luz pegado en la nevera.
—¿Otra vez gastaron en tonterías? —insistió, alzando la voz. —¿Creen que el dinero crece en los árboles? ¡Aquí nadie va a salir a comprar helados mientras yo me parto el lomo!
Camila apretó mi brazo. Tenía once años y ya sabía cuándo era mejor callar. Yo tenía quince y las palabras me quemaban en la garganta.
—Mamá, sólo fueron dos helados… —intenté explicar.
—¡Dos helados! —repitió ella, como si fueran dos autos nuevos. —¿Sabes cuántos panes puedo comprar con ese dinero? ¿Sabes cuántas veces puedo cocinar sopa?
La casa era pequeña, de esas que parecen encogerse cuando hay problemas. Vivíamos en un barrio popular de Guadalajara, donde las paredes escuchan más de lo que deberían y los vecinos siempre tienen algo que decir. Papá se fue hace años, cansado de las peleas y del peso de una vida que nunca le alcanzó. Desde entonces, mamá se convirtió en guardiana del dinero y del miedo.
A veces me preguntaba si alguna vez había sido feliz o si siempre había vivido con esa sombra encima. Cuando era niño, me contaba historias de cuando bailaba en las fiestas del pueblo, antes de que la vida le robara el ritmo. Ahora sólo bailaba entre cuentas y preocupaciones.
Esa noche, después del sermón, Camila lloró en silencio en nuestra habitación compartida.
—¿Por qué mamá no puede ser como las otras mamás? —susurró.
No supe qué responderle. Yo también quería una mamá que sonriera más y contara menos monedas.
Los días pasaban entre regaños y privaciones. Si queríamos un refresco, había sermón. Si soñábamos con ir al cine, había sermón. Si pedíamos zapatos nuevos, había sermón y también culpa.
Un sábado, mientras ayudaba a mamá a lavar ropa en el patio, me atreví a preguntar:
—¿Por qué nunca podemos darnos un gusto?
Ella dejó caer la sábana mojada y me miró con esos ojos cansados.
—Porque no quiero que termines como yo —dijo, casi en un susurro. —Porque sé lo que es no tener nada.
Sentí un nudo en la garganta. Por primera vez vi a mi mamá no como una enemiga, sino como una sobreviviente. Pero también entendí que su miedo nos estaba robando algo más que dinero: nos estaba quitando la alegría.
Esa noche hablé con Camila. Decidimos ahorrar lo poco que nos daban para el recreo. Durante semanas guardamos monedas en una cajita de galletas. Soñábamos con comprar un pastelito o ir al parque sin tener que mentirle a mamá.
El día llegó. Era domingo y hacía calor. Camila y yo salimos temprano, inventando que íbamos a la biblioteca. Caminamos hasta la plaza y compramos dos paletas de mango con chile. Nos sentamos en una banca y reímos como hacía mucho no lo hacíamos.
Pero la felicidad duró poco. Al volver a casa, mamá nos esperaba en la puerta, los brazos cruzados y la mirada dura.
—¿Dónde estaban?
—En la plaza… —dije bajito.
—¿Y qué hicieron allá?
Camila no aguantó y rompió en llanto.
—Sólo queríamos sentirnos normales —sollozó. —Sólo queríamos ser niños.
Mamá se quedó callada. Por primera vez no hubo sermón. Se sentó en una silla y se cubrió el rostro con las manos. Sus hombros temblaban.
Esa noche no cenamos juntos. Cada quien se encerró en su mundo de culpas y silencios.
Pasaron los días y algo cambió en casa. Mamá seguía ahorrando cada peso, pero empezó a dejar monedas sueltas sobre la mesa. Una tarde llegó con una bolsa de pan dulce y nos llamó a merendar.
—No todo se trata de sobrevivir —dijo sin mirarnos directamente. —A veces también hay que vivir.
No fue fácil para ella ni para nosotros. El miedo al futuro seguía ahí, pero aprendimos a buscar pequeños momentos de alegría entre tanta escasez.
Hoy tengo veintidós años y trabajo medio tiempo mientras estudio ingeniería. Camila sueña con ser maestra. Mamá sigue zurciendo calcetas, pero a veces sonríe cuando nos ve compartir un helado.
Me pregunto si algún día podré dejar atrás el miedo que heredé o si siempre viviré entre el deseo de ahorrar y las ganas de disfrutar lo poco que tengo.
¿Ustedes también crecieron así? ¿Cómo encontraron el equilibrio entre cuidar el futuro y vivir el presente?