No seas bonita, sé fuerte: Una tarde en la cafetería de la esquina
—¡Mariana, ya basta! —La voz de Lucía retumbó en la pequeña cafetería, haciendo que la cuchara que sostenía tintineara contra mi taza. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales y el aroma a pan dulce apenas lograba suavizar la tensión entre nosotras. —¿No te das cuenta? Ese hombre te usa como si fueras un trapo. Hoy te llama, mañana te ignora, y pasado te busca solo cuando le conviene.
Me quedé mirando el remolino de café y leche en mi taza, evitando sus ojos. ¿Cuántas veces había escuchado esas palabras? ¿Cuántas veces me había prometido a mí misma que sería diferente? Pero siempre volvía a lo mismo: Julián llamando a las tres de la mañana, Julián pidiéndome favores, Julián diciéndome que nadie lo entendía como yo.
—No es tan fácil, Lucía —susurré, sintiendo cómo se me apretaba el pecho—. Tú no entiendes cómo es crecer en una casa donde todo lo que importa es lo que piensen los vecinos. Mi mamá siempre decía: “Más vale estar acompañada que sola y señalada”.
Lucía bufó y se cruzó de brazos. —¿Y qué? ¿Vas a vivir tu vida para complacer a los demás? ¿Para que tu mamá y las tías digan que tienes novio aunque te trate como basura?
Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los párpados. No quería llorar ahí, no frente a Lucía ni frente a los desconocidos que llenaban la cafetería con sus risas y conversaciones ajenas. Pero era imposible no sentirme pequeña, atrapada entre el miedo a estar sola y la vergüenza de aceptar que tenía razón.
—¿Sabes qué es lo peor? —dije al fin, con la voz temblorosa—. Que a veces pienso que me lo merezco. Que si fuera más bonita, más lista, más… práctica, como dice mi mamá, Julián sí me querría bien.
Lucía se inclinó hacia mí y me tomó la mano. —No digas eso nunca más, Mariana. No tienes que ser bonita ni práctica para que alguien te quiera. Tienes que ser tú. Y si él no lo ve, el problema es de él, no tuyo.
En ese momento recordé todas las veces que Julián me había hecho sentir invisible: cuando llegaba tarde sin avisar, cuando cancelaba planes porque “le salió algo mejor”, cuando me decía que exageraba si le reclamaba algo. Recordé también las veces que mi mamá me había repetido: “Aguanta, hija. Los hombres son así. Mejor tener uno a medias que ninguno”.
La puerta de la cafetería se abrió de golpe y entró una ráfaga de aire frío junto con una pareja joven riendo bajo un paraguas. Los miré y sentí una punzada de envidia: ¿cómo sería amar sin miedo? ¿Cómo sería sentirse suficiente?
—¿Por qué no lo dejo, Lucía? —pregunté en voz baja—. ¿Por qué siempre vuelvo cuando me llama?
Ella suspiró y apretó mi mano con fuerza. —Porque nos enseñaron a necesitar a alguien más para sentirnos completas. Porque nos dijeron que el amor es sacrificio y aguante. Pero eso no es amor, Mariana. Eso es costumbre. Eso es miedo.
Me quedé en silencio, escuchando el golpeteo de la lluvia y el murmullo de las conversaciones ajenas. Pensé en mi papá, ausente desde que yo era niña; en mi mamá, trabajando doble turno para sacarnos adelante; en mis tías criticando a las vecinas divorciadas; en mí misma, repitiendo patrones sin darme cuenta.
De pronto sentí el celular vibrar en mi bolso. Era un mensaje de Julián: “¿Dónde estás? Te necesito”.
Lucía vio mi expresión y negó con la cabeza. —No lo hagas, Mariana. No esta vez.
Pero mis dedos temblaban mientras leía el mensaje una y otra vez. ¿Y si esta vez sí era importante? ¿Y si realmente me necesitaba?
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Lucía con voz suave pero firme.
No supe qué responderle. Quería ser fuerte, quería decirle que esta vez sí lo dejaría ir, pero el miedo era más grande que mi voluntad.
—No sé… —admití al fin—. Tengo miedo de estar sola, Lucía. Miedo de no ser suficiente para nadie.
Ella se levantó y rodeó la mesa para abrazarme. Sentí su calor y su apoyo como un bálsamo sobre mis heridas abiertas.
—No estás sola —me susurró al oído—. Me tienes a mí, tienes a tu familia aunque sean complicados, tienes tu trabajo, tus sueños… Tienes todo para empezar de nuevo si quieres.
La lluvia afuera amainaba poco a poco y un rayo de sol tímido se coló por la ventana, iluminando mi rostro cansado reflejado en el vidrio.
—¿Y si nunca aprendo a quererme? —pregunté casi sin voz.
Lucía sonrió con tristeza y me acarició el cabello como cuando éramos niñas jugando en el patio de la vecindad.
—Entonces yo te enseño —me dijo—. Pero prométeme que vas a intentarlo.
Asentí mientras las lágrimas finalmente caían libres por mis mejillas. Por primera vez en mucho tiempo sentí una chispa de esperanza encenderse dentro de mí.
Esa tarde en la cafetería no resolví todos mis problemas ni rompí con Julián de inmediato. Pero entendí algo fundamental: merezco más que migajas disfrazadas de amor. Merezco respeto, merezco paz, merezco quererme aunque nadie más lo haga.
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces han sentido que no son suficientes? ¿Cuántas veces han aguantado por miedo al qué dirán? ¿No creen que ya es hora de romper ese ciclo?