No soy dueña de mi propio destino: la herida invisible de mi familia
—¡No puedes tener hijos todavía, Mariana!— rugió mi papá desde la mesa, golpeando el vaso de café con tanta fuerza que temí que se rompiera. Mi mamá, sentada a su lado, bajó la mirada y apretó los labios. Mi hermano menor, Diego, ni siquiera levantó la vista del celular. Yo tenía 29 años y acababa de contarles, con una mezcla de nervios y esperanza, que mi esposo y yo queríamos empezar una familia. Pero en esta casa, mis deseos nunca han importado.
Recuerdo que de niña soñaba con ser madre. Jugaba a las muñecas en el patio de nuestra casa en Puebla mientras mi papá enseñaba a Diego a patear el balón. «Los hombres son el futuro de la familia», decía siempre. A mí me tocaba ayudar a mamá en la cocina o limpiar la casa. Diego podía llegar tarde, reprobar materias, meterse en problemas; siempre era perdonado. Yo tenía que ser perfecta.
La situación se volvió insostenible cuando Diego embarazó a su novia, Paola, a los 19 años. Mi papá no lo regañó. Al contrario: «Es un hombre, así aprende», dijo. Paola se mudó con nosotros y pronto nació Emiliano. Un año después llegó Valeria. Mi mamá y yo nos hicimos cargo de todo: pañales, biberones, noches sin dormir. Diego seguía saliendo con sus amigos y mi papá lo defendía: «Déjenlo, necesita distraerse».
Pasaron los años y Paola se fue cansando. Un día simplemente se fue, dejando a los niños con nosotros. Mi papá ni se inmutó: «La familia está para eso». Así que mamá y yo nos convertimos en madres sustitutas de Emiliano y Valeria. Yo tenía 25 años y ya había dejado de lado mis sueños para cuidar a los hijos de mi hermano.
Cuando conocí a Samuel, sentí por primera vez que alguien me veía como algo más que la hija obediente o la tía responsable. Samuel era ingeniero, trabajador y cariñoso. Nos enamoramos rápido y nos casamos en una pequeña iglesia del barrio. Mi papá no estaba convencido: «¿Para qué te casas si aquí tienes todo?» Pero yo necesitaba escapar.
Aun así, seguía viniendo a casa cada semana para ayudar con los niños. Mi mamá estaba agotada y Diego apenas si se hacía cargo. Cuando le pregunté por qué no buscaba un trabajo estable, me contestó: «¿Para qué? Aquí nunca falta nada». Mi papá le daba dinero y lo justificaba: «Es difícil ser hombre hoy en día».
Hace dos meses, Samuel y yo decidimos que era momento de tener nuestro propio hijo. La ilusión me llenaba el pecho de esperanza y miedo al mismo tiempo. Pero cuando se lo conté a mi familia, mi papá explotó: «¡No puedes! Tus sobrinos te necesitan más que nadie. Ellos son tu responsabilidad hasta que sean grandes».
—Papá, ya tienen 8 y 9 años— le respondí temblando—. Yo también tengo derecho a ser madre.
—No mientras vivas bajo mi techo— sentenció él.
—Pero ya no vivo aquí— susurré.
—Eso no importa. Eres parte de esta familia y aquí las prioridades las pongo yo.
Mi mamá lloró en silencio esa noche mientras lavaba los trastes. Me acerqué a ella:
—¿Por qué nunca me defiendes?
Ella me miró con ojos cansados:
—Porque no quiero que te pase lo mismo que a mí.
No entendí sus palabras hasta días después, cuando la vi discutir con mi papá por primera vez en años:
—Déjala vivir su vida— le gritó—. No es justo que pague por los errores de Diego.
Mi papá la ignoró y se encerró en su cuarto. Diego ni siquiera estaba en casa; había salido con sus amigos otra vez.
Esa noche lloré como no lo hacía desde niña. Sentí rabia, impotencia y una tristeza profunda por todo lo que había sacrificado por una familia que nunca me dio voz ni voto.
Samuel me abrazó fuerte:
—¿Por qué les das tanto poder sobre ti?
No supe qué responderle. Tal vez porque crecí creyendo que debía complacerlos para merecer amor.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Mi papá dejó de hablarme y mi mamá apenas si me llamaba para saber si estaba bien. Emiliano y Valeria me preguntaban cuándo iba a volver a casa:
—Tía, ¿ya no nos quieres?
Eso me partió el alma.
Un domingo decidí enfrentar a mi papá:
—Papá, voy a tener un hijo. No te estoy pidiendo permiso, solo quiero que lo aceptes.
Me miró con desprecio:
—Si haces eso, olvídate de esta familia.
Sentí un vacío inmenso pero también una extraña libertad. Por primera vez entendí que podía elegir mi propio destino aunque doliera dejar atrás todo lo conocido.
Hoy escribo esto desde el pequeño departamento que comparto con Samuel. Estoy embarazada de tres meses y aunque tengo miedo del futuro, también siento esperanza. Mi mamá viene a visitarme a escondidas; trae comida y lágrimas contenidas. Diego sigue igual, perdido en su mundo infantil e irresponsable.
A veces me pregunto si algún día mi papá entenderá el daño que hizo al proteger tanto a Diego y exigir tanto de mí. ¿Cuántas mujeres más tendrán que renunciar a sus sueños por cargar con los errores de otros? ¿Cuándo aprenderemos a romper el ciclo del machismo disfrazado de amor familiar?
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su familia les impide vivir su propia vida? ¿Hasta dónde llegarían por defender su derecho a ser felices?