No soy la cuidadora
—Mariana, tengo que decirte algo —dijo mi hermano Andrés, dejando caer la cuchara en el plato con un estrépito que hizo eco en la cocina. El vapor del arroz todavía flotaba entre nosotros, pero su mirada evitaba la mía.
Sentí que el tiempo se detenía. Sabía que algo malo venía. Desde hace semanas, mamá andaba más lenta, más olvidadiza. Pero yo no quería ponerle nombre a ese miedo.
—¿Qué pasa? —pregunté, aunque ya lo sabía.
—Con mamá… está peor. Hoy se le olvidó cómo volver a casa desde la tienda. La vecina la encontró llorando en la esquina. Mariana, ya no puede estar sola. Necesita a alguien todo el tiempo.
Me quedé callada, apretando el trapo de cocina entre las manos hasta sentir las uñas clavadas en la palma. Andrés me miró por fin, suplicante.
—¿Y qué quieres que haga? —le respondí, la voz temblorosa.
—Tú eres la que vive aquí. Yo tengo mi trabajo en Monterrey, los niños… No puedo dejar todo. Pero tú…
—¡Yo tampoco puedo! —grité, y sentí que algo se rompía dentro de mí. —¿Por qué siempre soy yo? ¿Por qué siempre esperan que sea yo la que deje todo?
Andrés bajó la cabeza. El silencio se hizo pesado, solo roto por el tic-tac del reloj y el sonido lejano de los perros en la calle.
Desde pequeña, fui la hija responsable. La que nunca se fue de casa, la que cuidó a mamá cuando papá murió. Andrés se fue a buscar suerte al norte y regresaba solo en Navidad. Ahora, otra vez, era yo la que debía cargar con todo.
Esa noche no dormí. Escuchaba los pasos arrastrados de mamá por el pasillo, su tos seca, el murmullo de su radio encendido toda la noche. Pensé en mi trabajo en la biblioteca del pueblo, en mis clases de pintura los sábados, en las tardes de café con mis amigas. ¿Tenía derecho a querer algo para mí?
A la mañana siguiente, mientras le preparaba el desayuno a mamá, ella me miró con esos ojos grandes y asustados.
—¿Por qué lloras, hija? —me preguntó.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que sentía rabia y culpa al mismo tiempo? Que la amaba pero también quería huir.
Los días pasaron y Andrés no volvió a llamar. Los vecinos empezaron a murmurar: “Pobre Mariana, tan buena hija”, “¿Y el hermano? Nunca aparece”. Mi tía Rosa vino un domingo y me abrazó fuerte.
—Así somos las mujeres en esta familia —me dijo—. Nos toca cuidar a todos.
Pero yo no quería ser mártir. Quería ser libre.
Una tarde, mientras mamá dormía en el sillón, llamé a Andrés.
—No puedo más —le dije—. Estoy cansada. No soy una enfermera, no soy una santa. ¡No soy la cuidadora!
Andrés suspiró al otro lado del teléfono.
—¿Y qué hacemos entonces? ¿La llevamos a un asilo? ¿Eso quieres?
Sentí el peso del juicio en su voz. En México, llevar a los padres a un asilo es casi un pecado. La gente te mira como si fueras un monstruo sin corazón.
—No sé —respondí—. Pero esto no es vida para nadie.
Esa noche soñé que corría por un campo abierto y mamá me llamaba desde lejos. Desperté llorando.
Empecé a buscar opciones: una señora del pueblo que cuidaba ancianos, una enfermera que venía por las tardes. Pero todo costaba dinero y Andrés siempre tenía excusas para no ayudar con los gastos.
Un día, mamá se cayó en el baño y estuvo horas tirada en el suelo porque yo estaba en el trabajo. Cuando llegué y la vi tan frágil, tan indefensa, sentí una culpa tan grande que me ahogaba.
Llamé a Andrés llorando.
—Esto no puede seguir así —le dije—. Si no vienes tú o no pagas a alguien, voy a tener que dejar mi trabajo.
Andrés vino esa semana. Trajo regalos para mamá y sonrisas falsas para mí. Nos sentamos los tres en la sala y hablamos como adultos por primera vez en años.
—Mamá —dijo Andrés—, necesitamos ayuda para cuidarte.
Mamá nos miró con tristeza.
—No quiero ser una carga —susurró—. Si quieren llevarme al asilo, llévenme…
Sentí un nudo en la garganta.
—No eres una carga —le dije—. Pero tampoco puedo hacerlo sola.
Al final, contratamos a Doña Lidia, una señora del barrio que venía por las mañanas mientras yo trabajaba. Andrés mandaba dinero cada mes (a veces tarde). Mamá mejoró un poco con compañía y cuidados. Yo recuperé algo de mi vida: volví a pintar, salí con mis amigas de vez en cuando.
Pero nada volvió a ser igual entre mi hermano y yo. Siempre quedó esa herida: él allá lejos, yo aquí atrapada entre el deber y mis sueños rotos.
A veces me pregunto si hice lo correcto. Si fui egoísta por querer vivir mi vida o si fui valiente por decir basta.
¿Hasta dónde llega nuestro deber como hijos? ¿Quién cuida a los que cuidan?