No soy una carga: La historia de María, quien eligió la soledad para no estorbar a su familia
—¿Por qué no le decís vos? —escuché la voz baja de mi hija, Verónica, al otro lado de la puerta. Mi corazón se detuvo. Me quedé inmóvil, con la taza de té temblando en mis manos. —No puedo, mamá se va a poner mal —respondió mi yerno, Ernesto, con ese tono cansado que últimamente usaba siempre que hablaba de mí.
No necesitaba escuchar más. Sabía perfectamente de qué hablaban. Desde que me caí en el baño hace dos meses, todo cambió en esta casa. Ya no era la abuela que preparaba arepas los domingos ni la mamá que cuidaba a todos. Ahora era «la señora María», la que necesitaba ayuda para subir las escaleras y a quien había que recordarle las pastillas.
Esa noche no dormí. Me revolvía en la cama, repasando cada momento en el que sentí que sobraba: cuando Verónica suspiraba al tener que llevarme al médico, cuando mis nietos evitaban mi cuarto porque «huele raro», cuando Ernesto me miraba con lástima y fastidio. ¿En qué momento pasé de ser el centro de mi familia a convertirme en una carga?
Al día siguiente, mientras desayunábamos, Verónica me miró con ojos rojos. —Mamá, tenemos que hablar —dijo, y yo asentí antes de que pudiera continuar. —Ya sé lo que quieren decirme. No se preocupen, no quiero ser un estorbo —respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Mi nieta Camila dejó caer su cuchara. —Abuela, no digas eso…
—Es la verdad, mija. Yo los entiendo. Esta casa es pequeña, ustedes trabajan todo el día y yo… yo ya no puedo ayudar como antes.
Verónica se tapó la boca para no llorar. Ernesto bajó la mirada. Nadie dijo nada más. El silencio fue peor que cualquier palabra.
Esa tarde salí a caminar por el barrio de Villa del Sol, donde viví toda mi vida en Medellín. Las calles estaban llenas de niños jugando fútbol y señoras vendiendo empanadas. Recordé cuando mis hijos eran pequeños y corrían detrás de una pelota igual que esos niños. Sentí nostalgia, pero también una tristeza profunda: ¿cómo llegamos a esto?
Al volver a casa, encontré a Verónica hablando por teléfono con una voz baja y preocupada. —Sí, doctora, pero… ¿no hay otra opción? Mi mamá nunca ha estado sola…
Me encerré en mi cuarto y lloré como no lo hacía desde que murió mi esposo, Julián. Él siempre decía: «María, pase lo que pase, esta casa es tuya». Pero ahora sentía que ya no tenía un lugar aquí.
Pasaron los días y la tensión creció. Mis nietos me evitaban y Verónica apenas me hablaba. Una noche escuché otra conversación detrás de la puerta:
—No podemos seguir así, Vero. Tu mamá necesita cuidados y nosotros no podemos dárselos…
—Lo sé, pero me duele tanto…
—¿Y si buscamos un hogar donde puedan atenderla bien?
Sentí un frío en el pecho. Un hogar de ancianos. Siempre pensé que esos lugares eran para gente sin familia, para los olvidados. ¿Ahora yo era una de ellos?
Esa noche tomé una decisión. Al día siguiente preparé una pequeña maleta con mi ropa y mis fotos favoritas: una de Julián abrazándome en Cartagena, otra con mis hijos en Navidad y una más con mis nietos cuando eran bebés.
Me senté en la sala y esperé a que Verónica llegara del trabajo.
—Mamá, ¿qué haces con esa maleta?
—Me voy, hija. No quiero ser una carga para ustedes. Ya hablé con doña Rosa; ella conoce un hogar cerca del parque donde cuidan bien a los abuelos.
Verónica rompió en llanto y se arrodilló frente a mí.
—¡No quiero que te vayas! Pero tampoco sé cómo ayudarte… Me siento tan mala hija…
La abracé fuerte.
—No eres mala hija, mi amor. Solo estás cansada y yo también lo estoy. Quizá esto sea lo mejor para las dos.
Esa tarde fui al Hogar San José con doña Rosa. El lugar era sencillo pero limpio; olía a café recién hecho y había otras señoras tejiendo en el patio. Me recibieron con sonrisas amables y palabras suaves.
La primera noche fue dura. Lloré en silencio abrazando las fotos de mi familia. Extrañaba el ruido de mis nietos, el aroma del arroz con pollo los domingos, hasta los regaños de Verónica por dejar la luz encendida.
Pero poco a poco fui encontrando consuelo en las historias de otras mujeres como yo: Doña Teresa, abandonada por sus hijos en Cali; Don Manuel, cuyo único hijo emigró a España; Doña Lidia, que nunca tuvo familia pero siempre soñó con tener nietos.
Nos reuníamos cada tarde bajo el árbol grande del patio y compartíamos recuerdos, risas y lágrimas. Descubrí que no estaba sola en mi dolor; éramos muchas las que habíamos sido desplazadas del corazón de nuestras familias por la prisa, el cansancio o el miedo.
Verónica me visitaba cada domingo con Camila y Tomás. Al principio venían por compromiso; después empezaron a quedarse más tiempo, a traerme arepas hechas por ellos mismos y a reírse conmigo como antes.
Un día Camila me preguntó:
—Abuela, ¿eres feliz aquí?
Pensé mucho antes de responderle.
—No sé si feliz es la palabra… pero estoy tranquila porque ya no siento que estorbo. Aquí soy María otra vez, no solo «la carga».
A veces me pregunto si hice lo correcto al irme. Si debí luchar más por quedarme en casa o si fue mejor darles espacio para vivir sus vidas sin mi sombra encima.
¿De verdad la soledad es el único camino para los viejos en nuestro país? ¿O podríamos encontrar otra forma de convivir sin hacernos daño?
¿Ustedes qué piensan? ¿Alguna vez han sentido que ya no hay lugar para ustedes en su propia familia?