No tan madre: La historia de una exnuera después del divorcio

—¡No sos una madre de verdad! —me gritó doña Estela, la madre de Julián, mientras yo sostenía a Tomi, que lloraba aferrado a mi pierna. El eco de sus palabras retumbó en el pasillo húmedo del edificio, mezclándose con el olor a sopa que venía del departamento de la señora Rosa. Yo no respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que no dormía desde hacía tres noches porque Tomi tenía fiebre? ¿Que trabajaba limpiando casas ajenas para pagar el alquiler? ¿O que cada vez que veía a Julián pasar en su moto con su nueva novia sentía que el mundo se me caía encima?

Me llamo Mariana López, tengo 32 años y vivo en Villa Urquiza, Buenos Aires. Hace dos años, mi vida era otra: estaba casada con Julián, teníamos un departamento chico pero nuestro, y soñábamos con un futuro juntos. Pero los sueños se rompen fácil cuando la realidad te golpea. Julián empezó a llegar tarde, a oler a perfume barato y a contestar el celular en el balcón. Una noche, después de una pelea por plata, me miró con esos ojos fríos y dijo: —No puedo más, Mariana. Me voy.

Al principio pensé que era una amenaza, un berrinche. Pero al día siguiente se llevó su ropa y dejó una nota: “No me busques. Lo nuestro terminó”. Me quedé sola con Tomi, que tenía apenas cuatro años y preguntaba por su papá cada noche. La soledad es como una humedad que se mete en los huesos y no te deja respirar.

La peor parte no fue el abandono, sino el juicio silencioso de todos. Mi mamá me decía: —Tenés que ser fuerte por tu hijo. Pero yo sentía que me ahogaba en la culpa. En el barrio empezaron los murmullos: “¿Viste que Julián la dejó? Dicen que ella no lo atendía bien”. La señora Rosa me miraba con lástima cuando me cruzaba en el ascensor. Pero nada se comparaba con doña Estela.

Doña Estela nunca me quiso. Siempre decía que yo era “demasiado independiente”, que una mujer debía quedarse en casa y cuidar a su marido. Cuando Julián se fue, empezó a venir todos los sábados a buscar a Tomi. Al principio pensé que era para ayudarme, pero pronto entendí que era para vigilarme. Revisaba la heladera, criticaba mi ropa, preguntaba si ya tenía otro hombre.

—Vos no sabés ser madre —me decía—. Mirá cómo está Tomi, flaco y pálido. Antes con Julián estaba mejor.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Tomi decirle a su abuela: —Mamá llora cuando cree que no la veo. Doña Estela me miró con desprecio y sentí una vergüenza tan grande que quise desaparecer.

El dinero no alcanzaba. Conseguí trabajo limpiando casas en Belgrano. Salía a las seis de la mañana y volvía al atardecer, agotada y con las manos partidas por la lavandina. A veces Tomi se quedaba con mi vecina Lucía, una paraguaya dulce que también criaba sola a sus hijos. Ella me entendía sin palabras.

—No les hagas caso —me decía Lucía—. La gente habla porque no sabe lo que es estar sola.

Pero las palabras de doña Estela seguían clavadas como espinas. Un día llegó a decirle a Julián que yo salía todas las noches y dejaba a Tomi solo. Julián vino furioso:

—¿Es verdad lo que dice mi mamá? ¿Que salís y dejás al nene?

Sentí rabia e impotencia:

—¿Vos sabés lo que es criar un hijo sola? ¿Sabés lo que es trabajar todo el día para darle de comer?

Él bajó la mirada y se fue sin decir nada.

El colmo fue cuando doña Estela intentó llevarse a Tomi sin avisarme. Llegué del trabajo y no estaban. Llamé desesperada hasta que Lucía me dijo que los había visto subir al colectivo con ella. Corrí hasta la casa de doña Estela y golpeé la puerta como una loca.

—¡Dame a mi hijo! —grité llorando.

Ella abrió la puerta con calma:

—Tomi está mejor conmigo. Vos no podés sola.

—¡Es mi hijo! —le grité—. ¡No sos su madre!

Esa noche no dormí. Al día siguiente fui al juzgado de familia. Me temblaban las manos mientras explicaba todo: el abandono de Julián, las mentiras de doña Estela, mi miedo de perder a Tomi. La asistente social me miró con compasión:

—No estás sola, Mariana. Hay muchas mujeres como vos.

El proceso fue largo y doloroso. Julián apareció en las audiencias con su nueva pareja, una chica rubia llamada Florencia que apenas saludaba. Doña Estela declaraba en mi contra:

—Esa chica no sabe ser madre —decía ante el juez—. Mi nieto está descuidado.

Yo lloraba en silencio mientras mi abogada intentaba defenderme. Sentía que todo el mundo estaba en mi contra.

Pero algo cambió cuando Tomi habló ante la psicóloga del juzgado:

—Yo quiero estar con mi mamá —dijo bajito—. Ella me cuida mucho.

Fue como si alguien encendiera una luz en medio de tanta oscuridad.

El juez dictaminó custodia compartida pero residencia principal conmigo. Doña Estela ya no podía llevarse a Tomi sin mi permiso. Julián empezó a visitarlo más seguido, pero siempre apurado, como si fuera una obligación más.

Con el tiempo aprendí a ignorar los comentarios del barrio y las miradas de lástima. Empecé a estudiar enfermería por las noches gracias a una beca del gobierno porteño. Lucía me cuidaba a Tomi y juntas nos reíamos de nuestras desgracias:

—Somos como dos guerreras —decía ella—, pero nadie lo ve.

Hoy Tomi tiene seis años y sonríe otra vez. Yo sigo luchando cada día, pero ya no siento vergüenza ni culpa. Aprendí que ser madre no es cumplir con un molde ni agradar a los demás; es amar aunque te duela, aunque te juzguen, aunque estés sola contra el mundo.

A veces me pregunto: ¿Por qué las mujeres tenemos que demostrar tanto para ser reconocidas como madres? ¿Cuántas Marianas hay en cada barrio esperando ser vistas más allá del prejuicio?