No te cases todavía, Lucía: La fuga de una novia en busca de sí misma

—¡Lucía, apúrate!— escuché la voz de mi madre tras la puerta del cuarto donde me escondía, temblando en mi vestido de novia. Afuera, el bullicio de la iglesia de San Pedro en el centro de Puebla se mezclaba con el repique de las campanas y los murmullos ansiosos de los invitados. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que todos podían oírlo. Me miré en el espejo: el maquillaje perfecto, el peinado impecable, el vestido blanco que mi suegra, Doña Carmen, había elegido para mí. Pero mis ojos… mis ojos no brillaban.

—¿Por qué no sales ya?— insistió mi madre, bajando la voz, preocupada. —Todos te esperan. Pedro está nervioso.

Pedro. Mi prometido desde hace seis meses. Un buen hombre, sí, pero nunca fue mi elección. Todo comenzó cuando su familia y la mía, viejos amigos y socios en el negocio del aguacate, decidieron que unirnos sería lo mejor para todos. «Así aseguramos el futuro de ambas familias», repetía mi papá cada vez que yo intentaba protestar. Nadie me preguntó si yo quería casarme con Pedro. Nadie me preguntó si quería casarme en absoluto.

Me senté en la orilla de la cama y sentí cómo las lágrimas amenazaban con arruinar el maquillaje. Recordé la última conversación con mi abuela, la única que parecía entenderme:

—Mijita, la vida es tuya. No dejes que nadie te la arrebate, ni siquiera por amor a la familia.

Pero ¿cómo decirle eso a mi madre? ¿Cómo enfrentar a Doña Carmen, que ya había planeado hasta el nombre de nuestros futuros hijos? ¿Cómo decepcionar a Pedro, que aunque no era malo, tampoco era el dueño de mis sueños?

La puerta se abrió de golpe y entró mi hermana menor, Mariana.

—Lucía, ¿qué haces? ¡Ya deberías estar en el altar!— susurró desesperada.

—No puedo, Mariana… No puedo casarme así.— Mi voz salió rota.

Ella me miró con compasión y miedo. —¿Quieres huir?— preguntó en voz baja.

Asentí, sintiendo un peso enorme en el pecho. Mariana se acercó y me tomó las manos.

—Si vas a hacerlo, hazlo ahora. Yo distraigo a mamá y tú sales por la puerta trasera. Pero… ¿estás segura?

No lo estaba. Pero tampoco podía seguir siendo una marioneta.

Me quité los tacones y recogí el vestido como pude. Mariana salió primero y escuché cómo inventaba una excusa para llevarse a mamá al baño. Aproveché ese instante para salir corriendo por el pasillo trasero del salón parroquial. El aire fresco me golpeó la cara y sentí una mezcla de miedo y alivio.

Corrí por las calles empedradas del centro histórico, con los autos pitando y la gente mirándome como si fuera un fantasma. Una señora vendiendo flores me gritó:

—¡Ánimo, muchacha! ¡Mejor sola que mal acompañada!

No supe si reír o llorar.

Llegué a la casa de mi abuela, a unas cuadras de la iglesia. Ella me abrió la puerta sin preguntar nada y me abrazó fuerte.

—Sabía que ibas a venir.— dijo con ternura.— Siéntate, hija. Aquí nadie te va a obligar a nada.

Mientras me quitaba el velo y lloraba en su regazo, escuché mi celular vibrar sin parar: llamadas de mamá, mensajes de Pedro, audios furiosos de Doña Carmen. Sentí culpa, vergüenza y un poco de libertad.

Esa noche fue larga. Mi papá llegó a buscarme, furioso.

—¡Nos dejaste en ridículo! ¿Sabes cuánto dinero perdimos? ¿Sabes lo que va a decir la gente?

—Papá… yo no podía.— respondí entre sollozos.— No quiero vivir una vida que no es mía.

Él me miró como si no me reconociera. —Eres una egoísta.— dijo antes de marcharse dando un portazo.

Pasaron los días y la noticia corrió como pólvora por todo el pueblo. «La novia fugitiva», decían las vecinas en la tienda. Mi madre no me hablaba y Pedro dejó de buscarme después de un último mensaje: «Te deseo suerte, Lucía. Ojalá encuentres lo que buscas».

En medio del escándalo y el rechazo familiar, empecé a trabajar en una cafetería del barrio para pagarle a mi abuela algo por su hospitalidad. Por primera vez en años sentí que podía respirar sin miedo a decepcionar a nadie más que a mí misma.

Un día, mientras servía café a una clienta habitual, ella me sonrió y dijo:

—Te admiro mucho, Lucía. No cualquiera tiene el valor de romper con lo que no le hace feliz.

Sus palabras me dieron fuerza para seguir adelante. Poco a poco, mi mamá empezó a visitarme en secreto; primero para asegurarse de que comía bien, luego para contarme cómo estaba mi hermana en la universidad. Mi papá tardó más tiempo en perdonarme, pero un día llegó con una bolsa de pan dulce y se sentó conmigo en silencio. No hablamos del pasado; sólo compartimos un café mirando la lluvia caer sobre Puebla.

Hoy han pasado dos años desde aquel día frente a la iglesia. Sigo soltera, sigo trabajando y estudiando psicología por las noches. Mi relación con mi familia es distinta: menos perfecta pero más honesta. A veces extraño lo fácil que era complacer a todos… pero nunca extraño esa sensación de estar atrapada en una vida ajena.

¿Vale la pena arriesgarlo todo por tu libertad? ¿Cuántas Lucías más hay allá afuera esperando el valor para decir «no» antes de perderse para siempre?