No tengo por qué cargar con las deudas de tus padres: Una noche que lo cambió todo
—No tengo por qué cargar con las deudas de tus padres, Mariana. ¡No es mi problema si tu papá no sabe administrar su dinero!
Las palabras de Mauricio rebotaron en las paredes de nuestro pequeño departamento en la colonia Narvarte, tan frías y cortantes como el viento que se colaba por la ventana. Yo sostenía el teléfono con la mano temblorosa, escuchando los sollozos ahogados de mi papá al otro lado de la línea. Mi mamá acababa de sufrir un infarto y necesitaban dinero para internarla en el hospital público, donde los médicos pedían insumos que no estaban cubiertos por el seguro popular. Mi papá, siempre orgulloso, apenas podía articular las palabras entre el miedo y la vergüenza.
—Hija, no sé qué hacer… No tengo a quién más recurrir —me suplicó él, y sentí cómo se me partía el alma.
Mauricio, mi esposo desde hace siete años, me miraba con los brazos cruzados y una expresión que nunca le había visto antes: una mezcla de fastidio y desprecio. Yo sabía que la situación económica estaba difícil; él había perdido su trabajo como contador hace tres meses y yo apenas ganaba lo suficiente como maestra de primaria para cubrir la renta y los gastos básicos. Pero nunca imaginé que, en un momento así, me diría algo tan cruel.
—Mauricio, por favor… Es mi mamá. Se está muriendo —le rogué, buscando en sus ojos algún rastro del hombre cariñoso con el que me casé.
Él se encogió de hombros.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que venda mi moto? ¿Que empeñe mi computadora? No es justo. Tus papás siempre han sido un desastre con el dinero. No voy a sacrificar lo poco que tenemos por sus errores.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé todas las veces que mis padres nos ayudaron cuando recién nos casamos: cuando nos prestaron para el depósito del departamento, cuando mi mamá me mandaba tuppers con comida para toda la semana porque no teníamos ni para frijoles. ¿Eso ya no valía nada?
Colgué el teléfono sin despedirme y me encerré en el baño. Me miré al espejo: los ojos hinchados, la piel pálida, el cabello hecho un desastre. Quise gritar, pero sólo pude llorar en silencio. ¿Cómo podía ser tan egoísta el hombre al que le entregué mi vida?
Esa noche no dormí. Escuchaba a Mauricio roncar en la sala —se había ido a dormir ahí después de nuestra pelea— mientras yo repasaba una y otra vez las cuentas mentales: cuánto tenía ahorrado, cuánto podía pedir prestado a mis amigas, si podía vender mi anillo de compromiso. Al amanecer, tomé una decisión.
Salí temprano rumbo al hospital General de México. Mi papá estaba sentado en una banca del pasillo, encorvado como si le hubieran quitado veinte años de vida en una sola noche. Me abrazó fuerte, sin decir nada. Mi mamá estaba estable, pero necesitaban pagar unos medicamentos caros para evitar otro infarto.
—Papá, no te preocupes. Yo me encargo —le dije, aunque por dentro sentía un vacío enorme.
Vendí mi anillo de compromiso en una casa de empeño del centro. Me dieron mucho menos de lo que valía, pero no me importó. Con ese dinero y un préstamo que me hizo mi amiga Lucía —que tampoco tenía mucho— logré juntar lo necesario para los medicamentos.
Cuando regresé a casa esa noche, Mauricio estaba esperándome con cara de pocos amigos.
—¿Dónde estabas? —me preguntó seco.
—En el hospital. Vendí mi anillo para ayudar a mis papás —le respondí sin mirarlo.
Él bufó.
—¿Y ahora qué sigue? ¿Vas a seguir manteniéndolos toda la vida? ¿Y nosotros qué?
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—Nosotros somos una familia también, Mauricio. Pero si tú no puedes entender lo que significa ayudar a los tuyos cuando más lo necesitan… entonces no sé si seguimos siendo familia.
No dijo nada más. Se encerró en el cuarto y yo me quedé sentada en la cocina, mirando la taza de café frío entre mis manos. Pensé en todas las familias mexicanas —y latinoamericanas— que viven al día, que dependen unas de otras para sobrevivir, que se sostienen con hilos tan frágiles como el amor y la solidaridad. Pensé en mi mamá luchando por su vida, en mi papá tragándose el orgullo para pedir ayuda, en mí misma vendiendo lo poco que tenía para no dejar caer a los míos.
Pasaron los días y Mauricio se volvió cada vez más distante. Apenas cruzábamos palabra; él salía a buscar trabajo y yo pasaba las tardes en el hospital o dando clases extra para juntar algo más de dinero. Una noche, después de cenar sola otra vez, encontré una nota sobre la mesa:
“Me voy unos días a casa de mi hermano. Necesito pensar.”
No lloré. Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Por primera vez en mucho tiempo, me pregunté si realmente quería seguir con alguien que no entendía lo que era estar juntos en las malas.
Mi mamá salió del hospital dos semanas después. Estaba débil pero viva. Mi papá me abrazó llorando y me agradeció por no abandonarlos. Yo sólo pude decirle:
—La familia es lo único que tenemos, papá.
Ahora escribo esto desde la misma cocina donde tantas veces reímos y lloramos juntos. Mauricio aún no ha vuelto ni ha llamado. No sé qué pasará con nuestro matrimonio ni con nuestras vidas después de esto. Pero sí sé algo: cuando todo se derrumba, sólo queda lo que somos capaces de hacer por quienes amamos.
¿Hasta dónde llegarían ustedes por su familia? ¿El dinero puede realmente romper los lazos más profundos? Los leo.