No vuelvas más, mamá: El día que mi hijo me cerró la puerta
—No vuelvas más, mamá.
Las palabras de Santiago retumbaron en el pasillo del edificio como un eco cruel. Sentí el frío del mármol bajo mis pies y el peso de la puerta cerrándose tras de mí. Me quedé parada, con las manos temblorosas y la bolsa de pan dulce que le había traído a mi nieta apretada contra el pecho. ¿En qué momento mi hijo se convirtió en un extraño? ¿Cuándo dejó de ser aquel niño que corría a mis brazos después de caerse en la plaza del barrio?
Todo comenzó hace dos semanas, aunque para mí parece que fue hace una eternidad. Era domingo y, como cada semana, fui a la casa de Santiago y Camila en el barrio de Caballito, en Buenos Aires. Camila me recibió con esa sonrisa tensa que nunca supe descifrar del todo. Mi nieta, Lucía, corrió a abrazarme y yo sentí que todo valía la pena por ese instante.
—¿Querés un mate, mamá? —preguntó Santiago, mientras Camila ponía la mesa.
—Dale, hijo, gracias —respondí, tratando de ignorar la mirada fría de Camila.
La tarde transcurrió entre charlas superficiales y risas forzadas. Yo notaba algo raro en el ambiente, pero no quise preguntar. No quería ser esa suegra entrometida que tanto temía llegar a ser. Cuando me fui, Lucía me abrazó fuerte y me susurró al oído: “Te quiero mucho, abuela”. No sabía que sería la última vez que escucharía esas palabras.
Al día siguiente, Santiago me llamó. Su voz era dura, cortante.
—Mamá, necesito hablar con vos. ¿Podés venir?
Fui pensando en mil cosas: ¿le habrá pasado algo a Lucía? ¿Estarán bien? Pero cuando llegué, Camila ni siquiera me miró a los ojos. Santiago estaba serio, con los brazos cruzados.
—¿Qué pasó? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Camila dice que le faltó plata de su cartera después de tu visita —dijo Santiago sin rodeos.
Sentí que el mundo se detenía. Miré a Camila, buscando una señal de broma, una sonrisa cómplice. Pero ella solo bajó la mirada.
—¿Vos pensás que yo…? —no pude terminar la frase. Las lágrimas me ardían en los ojos.
—No sé qué pensar, mamá. Pero es mucha coincidencia —dijo Santiago.
Me fui sin decir palabra. Caminé por las calles grises de Buenos Aires sintiendo que cada paso era más pesado que el anterior. Esa noche no dormí. Recordé todas las veces que cuidé a Santiago sola cuando su papá nos dejó por otra mujer; todas las veces que trabajé doble turno en el hospital para que él pudiera estudiar; todos los cumpleaños en los que le preparé su torta favorita aunque no tuviéramos plata para regalos caros.
Pasaron los días y nadie me llamó. Yo tampoco llamé. No quería rogar amor ni mendigar confianza. Pero extrañaba a Lucía con una fuerza que me partía el alma.
Una tarde lluviosa, decidí ir a su casa. Llevaba una caja con los dibujos que Lucía me había hecho y una carta para Santiago. Cuando toqué el timbre, fue él quien abrió la puerta.
—¿Qué hacés acá? —su voz era un cuchillo.
—Solo quiero hablar —le dije, suplicando con los ojos.
—No hay nada que hablar. Camila está segura de lo que vio y yo le creo —me respondió sin mirarme.
—Santiago, soy tu mamá…
—No vuelvas más, mamá —me interrumpió y cerró la puerta en mi cara.
Me quedé ahí parada bajo la lluvia, sintiendo cómo se desmoronaba todo lo que había construido durante años. Caminé hasta la parada del colectivo empapada y sin fuerzas. En el viaje de regreso a mi departamento en Flores, miré por la ventana y vi pasar mi vida como una película vieja: los cumpleaños de Santiago, sus primeros pasos, su primer día en la facultad… ¿Cómo podía creerle a Camila antes que a mí?
Esa noche llamé a mi hermana Marta en Córdoba. Le conté todo entre sollozos.
—No te merecés esto, Ana —me dijo—. Vos siempre fuiste una madre ejemplar.
Pero las palabras no alcanzaban para llenar el vacío. Los días se hicieron eternos. Empecé a evitar salir al supermercado del barrio para no cruzarme con vecinos curiosos. Mi amiga Rosa intentó convencerme de ir al club de jubilados a distraerme, pero yo no tenía fuerzas ni para sonreír.
Una tarde recibí un mensaje inesperado: era Lucía desde el celular de una amiga del colegio.
“Abu, te extraño mucho. Mamá dice que no puedo verte pero yo quiero verte”.
Lloré como nunca antes. Le respondí con miedo: “Yo también te extraño, mi amor”.
Pasaron semanas así, hasta que un día Rosa vino corriendo a mi casa con una noticia:
—Ana, ¿te enteraste? A Camila le encontraron plata escondida en su cartera del trabajo. Parece que se había olvidado que la guardó ahí para pagar unas cosas del colegio de Lucía.
Sentí una mezcla de alivio y rabia. ¿Eso era todo? ¿Un simple olvido podía destruir una familia?
Esa noche llamé a Santiago. Me atendió después de varios tonos.
—¿Qué querés? —su voz seguía fría.
—Solo quería saber si ya sabés lo de la plata —le dije con voz temblorosa.
Hubo un silencio largo.
—Sí… Camila me contó hoy —admitió finalmente—. Perdón, mamá… No sé qué decirte.
Esperaba sentir alivio o alegría, pero solo sentí cansancio.
—No hace falta que digas nada —le respondí—. Solo espero que algún día entiendas lo que duele que tu propio hijo dude de vos.
Colgué antes de escuchar su respuesta. Esa noche dormí por primera vez en semanas sin llorar.
Los días pasaron y Santiago empezó a llamarme seguido. Al principio no atendía sus llamadas; después accedí a vernos en un café cerca de su trabajo en Microcentro.
Cuando nos vimos, él tenía ojeras profundas y parecía más viejo de lo que recordaba.
—Mamá… perdoname —me dijo apenas nos sentamos—. No sé qué me pasó… Me sentí entre la espada y la pared…
Lo miré largo rato antes de responder:
—Santi… uno puede perdonar muchas cosas en esta vida, pero olvidar es otra historia.
Él bajó la cabeza y lloró como cuando era chico y se lastimaba jugando al fútbol en la plaza.
Poco a poco empecé a reconstruir mi relación con Lucía; ella venía a dormir a casa los fines de semana y llenaba mi departamento de risas otra vez. Con Camila nunca volví a tener confianza; nuestras charlas eran cortas y cordiales por el bien de Lucía.
Hoy sigo preguntándome: ¿Por qué es tan fácil creerle a un extraño antes que a tu propia madre? ¿Cuántas familias se rompen por un malentendido o una mentira? ¿Vale la pena sacrificar tantos años de amor por un momento de duda?
A veces me despierto pensando si alguna vez volveremos a ser esa familia feliz o si esta herida quedará abierta para siempre.