No vuelvas, nieto…

—No vuelvas, nieto…

Las palabras de mi abuela resonaron en la cocina como un trueno seco. Yo acababa de salir de la regadera improvisada en el patio, el vapor aún pegado a mi piel, el aroma a jabón de barra y leña llenando el aire. Me sentía renovado, como si el agua tibia hubiera lavado años de cansancio citadino. Pero esa frase, dicha con voz temblorosa y ojos bajos, me dejó helado.

—¿Cómo que no vuelva, abuela? —pregunté, dejando caer la toalla sobre la silla. Mi abuelo, sentado junto a la ventana, fingía leer el periódico, pero sus manos temblaban.

—Es mejor así, Egon —dijo ella, secándose las manos en el delantal—. Aquí ya no hay nada para ti.

Me quedé parado, sin entender. Toda mi vida había sentido que este pueblo era mi refugio, el único lugar donde podía ser yo mismo, lejos del ruido y la prisa de Guadalajara. Aquí aprendí a montar bicicleta en las calles empedradas, a pescar con mi abuelo en el río seco, a escuchar los cuentos de mi abuela bajo la luz amarilla de la cocina.

—¿Qué pasó? ¿Hice algo mal? —insistí, sintiendo un nudo en la garganta.

Mi abuelo levantó la mirada. Sus ojos, normalmente llenos de picardía, estaban opacos.

—No es por ti, muchacho. Es por nosotros… por todo esto —dijo, señalando la casa con un gesto cansado.

Me senté frente a ellos. El silencio era tan denso que podía oír el zumbido de las moscas y el tic-tac del reloj de pared. Afuera, los perros ladraban y alguien gritaba que ya estaban listas las tortillas en la tienda de Doña Lupita.

—¿Entonces? —susurré.

Mi abuela suspiró. —No queremos que te quedes atrapado aquí como nosotros. Este pueblo se está muriendo. Los jóvenes se van, las casas se caen a pedazos… y los que quedamos solo esperamos noticias de los que se fueron.

Sentí una punzada en el pecho. Recordé las historias de mis tíos que cruzaron a Estados Unidos buscando trabajo y nunca volvieron. Las cartas que llegaban cada vez menos, las llamadas llenas de promesas incumplidas.

—Pero yo no me quiero ir —dije—. Aquí están ustedes…

Mi abuelo negó con la cabeza. —Nosotros ya estamos viejos, Egon. No queremos verte desperdiciar tu vida aquí, esperando algo que no va a volver.

Me levanté bruscamente y salí al patio. El sol caía a plomo sobre los nopales y las gallinas picoteaban entre las piedras. Me senté en la banca donde solía escuchar los cuentos de mi abuela y sentí cómo la rabia y la tristeza me ahogaban.

De pronto, escuché pasos detrás de mí. Era mi prima Mariana, con su cabello recogido y las manos manchadas de masa.

—¿Qué te pasa? —preguntó sentándose a mi lado.

Le conté lo que había pasado. Mariana bajó la mirada.

—No eres el único que se siente así —dijo—. Yo también quiero quedarme, pero mis papás ya están ahorrando para mandarme con una tía a Monterrey. Dicen que aquí no hay futuro.

Nos quedamos callados un rato. El viento traía el olor del campo seco y el eco lejano de una canción ranchera.

—¿Y si nos quedamos? ¿Y si intentamos hacer algo aquí? —pregunté con voz baja.

Mariana sonrió tristemente. —¿Y qué haríamos? ¿Vender tortillas? ¿Cuidar gallinas? Aquí todo está igual desde hace años…

Esa noche, durante la cena, intenté sacar el tema otra vez. Mi abuela sirvió frijoles refritos y arroz con plátano frito, como cuando era niño.

—Abuela… ¿por qué nunca me contaste lo que pasó con mi papá? —pregunté de pronto.

Ella se quedó inmóvil, la cuchara suspendida en el aire. Mi abuelo tosió y miró hacia otro lado.

—Tu papá… él también quiso quedarse —dijo finalmente—. Pero no pudo. Se fue al norte cuando tú eras un bebé. Prometió volver… pero nunca lo hizo.

Sentí un vacío en el estómago. Siempre supe que mi papá estaba lejos, pero nunca entendí por qué nadie hablaba de él.

—¿Y si yo también me voy y nunca regreso? —pregunté casi sin querer.

Mi abuela me miró con lágrimas en los ojos.

—Por eso te digo que no vuelvas… porque duele más esperar que perder —susurró.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los grillos y pensaba en todas las despedidas que habían marcado a mi familia: mis tíos cruzando la frontera escondidos en un tráiler; mi prima Lucía casándose con un gringo para conseguir papeles; mi mamá trabajando doble turno en una fábrica para mandarme a la universidad.

Al día siguiente, caminé por el pueblo. Vi las casas abandonadas, los niños jugando entre ruinas, los viejos sentados en la plaza recordando tiempos mejores. Sentí una mezcla de rabia e impotencia.

En la tienda de Doña Lupita escuché a dos señoras hablar:

—Dicen que el hijo de Don Ernesto ya no va a regresar…

—¿Y quién sí regresa? Todos se van y nos dejan aquí con los recuerdos…

Me acerqué al río seco donde solía pescar con mi abuelo. Me senté en una piedra y lancé una rama al agua imaginaria.

—¿Por qué tenemos que elegir entre irnos o quedarnos solos? —me pregunté en voz alta.

De regreso a casa vi a Mariana empacando una maleta pequeña.

—Me voy mañana —dijo sin mirarme—. No quiero terminar como mis papás: esperando algo que nunca llega.

La abracé fuerte. Sentí que algo dentro de mí se rompía.

Esa tarde ayudé a mi abuelo a reparar una cerca caída. Mientras clavábamos tablas viejas me dijo:

—No te sientas culpable por querer irte o por querer quedarte. Cada quien carga su propia cruz… pero no olvides quién eres ni de dónde vienes.

Antes de irme, mi abuela me entregó una caja con cartas viejas y fotos amarillentas.

—Para que no olvides nuestra historia —dijo—. Y para que algún día puedas contarla tú también.

Subí al camión rumbo a Guadalajara con el corazón hecho pedazos. Miré por la ventana cómo el pueblo se alejaba entre polvo y sol.

Ahora escribo estas líneas desde un departamento pequeño en la ciudad, rodeado de ruido y luces artificiales. A veces cierro los ojos y escucho el canto de los gallos, el crujir del piso de madera, la voz temblorosa de mi abuela diciéndome: «No vuelvas, nieto…»

¿Será cierto que es mejor no volver para no sufrir? ¿O acaso huimos porque no sabemos cómo sanar lo que duele? ¿Ustedes qué harían: quedarse a luchar por lo poco que queda o buscar un futuro lejos del hogar?