¡Nunca Agradeces Nada! — El Sermón de Mamá a Mí y a Valeria

—¡Nunca agradeces nada, Diego! ¿Y tú, Valeria? ¿Creen que el dinero crece en los árboles? —La voz de mi mamá, Rosa, retumba en la cocina mientras sostiene un par de calcetines remendados con hilo azul. El vapor del arroz sube como una nube entre nosotros. Valeria, mi hermana menor, apenas levanta la vista del celular. Yo aprieto los dientes y miro el suelo, sintiendo cómo la rabia y la vergüenza se mezclan en mi pecho.

—Mamá, sólo pedí un helado… ni siquiera era caro —susurra Valeria, pero Rosa no escucha razones. Sus manos tiemblan mientras dobla los calcetines y los guarda en una bolsa con otros igual de parchados.

—¿Un helado? ¿Sabes cuántas horas tengo que limpiar casas para comprar ese helado? Ustedes no saben lo que es pasar hambre —dice Rosa, y sus ojos se llenan de lágrimas. Yo sé que no exagera: crecimos en un barrio de las afueras de Puebla, donde el agua llegaba cada tercer día y la luz se iba cuando llovía fuerte. Pero ahora, aunque las cosas han mejorado un poco, Rosa sigue viviendo como si todo pudiera desmoronarse en cualquier momento.

—No es para tanto, mamá… —intento decirle, pero ella me interrumpe.

—¿No es para tanto? ¡Claro! Porque tú tienes tu celular, tu ropa nueva… ¡Todo lo que yo nunca tuve! —Su voz se quiebra y siento una punzada de culpa. Recuerdo cuando era niño y veía a mamá llorar en silencio porque no alcanzaba para pagar la renta. Pero ahora tengo 19 años y sólo quiero salir con mis amigos sin sentirme culpable por cada peso que gasto.

Valeria deja el celular sobre la mesa y mira a mamá con los ojos llenos de rabia.

—Siempre dices lo mismo. Que si el dinero, que si el sacrificio… ¿Y cuándo vamos a vivir nosotras? ¿Cuándo vas a dejar de tener miedo?

El silencio cae pesado. Rosa se sienta y se cubre el rostro con las manos. Por un momento sólo se escucha el tic-tac del reloj y el zumbido del refrigerador viejo. Afuera, los perros ladran y una moto pasa haciendo temblar las ventanas.

—No entienden… —murmura mamá—. Cuando tu papá se fue, yo tenía dos trabajos y ustedes eran unos niños. Si no hubiera ahorrado cada peso, no estaríamos aquí. No tendrían escuela ni comida.

—Pero ya no somos niños —le digo, tratando de sonar firme—. Ya no estamos tan mal. Podrías darte un gusto… ir al cine, comprarte algo bonito…

Rosa me mira como si le hablara en otro idioma.

—¿Y si mañana pierdo el trabajo? ¿Y si nos enferman? ¿Quién va a cuidar de ustedes?

Valeria se levanta bruscamente y sale al patio. La puerta se azota tras ella. Yo me quedo sentado frente a mamá, sintiendo que hay un abismo entre nosotros.

—Mamá… —empiezo, pero ella niega con la cabeza.

—No quiero pelear más. Sólo quiero que entiendan por qué hago lo que hago.

Me levanto y salgo al patio con Valeria. Ella está sentada en el escalón, mirando las luces lejanas del centro de Puebla.

—¿Por qué siempre tiene que ser así? —me pregunta sin mirarme—. ¿Por qué no puede disfrutar nada?

Me siento a su lado y pienso en todas las veces que mamá nos negó algo «por ahorrar»; en las navidades sin regalos, en los cumpleaños con pastel hecho de pan duro y chocolate barato. Pero también pienso en cómo nunca nos faltó lo esencial, en cómo Rosa luchó sola contra todo.

—Creo que tiene miedo —le digo a Valeria—. Miedo de volver a perderlo todo.

Ella suspira.

—Pero ese miedo nos está robando la vida a todos…

Esa noche apenas dormimos. Escucho a mamá llorar bajito en su cuarto. Al día siguiente, la tensión sigue flotando en el aire como una nube negra. En la mesa del desayuno hay pan duro y café aguado. Nadie habla.

Al salir para la universidad, encuentro a mamá remendando otra vez ropa vieja. Me detengo en la puerta.

—Mamá… ¿por qué no confías en que vamos a estar bien?

Ella me mira con ojos cansados.

—Porque la vida nunca me ha dado razones para confiar —responde.

En clase no puedo concentrarme. Pienso en mis amigos: algunos tienen padres que gastan sin preocuparse; otros viven peor que nosotros. Pero todos parecen encontrar momentos para reírse, para disfrutar aunque sea un poco.

Al volver a casa esa tarde, encuentro a Valeria llorando en su cuarto.

—¿Qué pasó?

—Nada… sólo que siento que nunca vamos a salir de esto —me dice entre sollozos—. Que siempre vamos a vivir con miedo.

La abrazo sin saber qué decirle. Quisiera poder prometerle que todo va a cambiar, pero no puedo mentirle.

Esa noche, después de cenar frijoles con arroz otra vez, me atrevo a hablar con mamá.

—Mamá… ¿no crees que mereces ser feliz?

Ella me mira sorprendida.

—La felicidad es un lujo para los ricos —dice amargamente.

—No es cierto —le respondo—. A veces sólo es dejarse llevar un poco… confiar en nosotros…

Rosa suspira y se queda callada mucho rato. Finalmente dice:

—Tal vez algún día lo entienda…

Me voy a dormir pensando en sus palabras. ¿Será cierto que la felicidad es sólo para quienes pueden pagarla? ¿O será que el miedo nos encierra más que la pobreza misma?

A veces me pregunto: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar por sentirnos seguros? ¿Y si al final descubrimos que lo único que perdimos fue la oportunidad de ser felices juntos?