Nunca es tarde para volver a empezar: la historia de Lidia

—¿De verdad, mamá? ¿No te da vergüenza? —La voz de mi hija, Camila, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Sentí el filo de sus palabras más cortante que el cuchillo con el que pelaba las papas. Mi mano tembló apenas, pero no levanté la vista.

—Camila, por favor… —susurré, intentando mantener la calma, aunque por dentro me desgarraba.

—¡No! —insistió ella, cruzándose de brazos—. Ya todo el barrio habla. Que si la viuda de don Ernesto anda saliendo con ese hombre del mercado, que si se ríe demasiado fuerte en la plaza, que si se pone perfume para ir al centro. ¿No te das cuenta? ¡Eres la comidilla de todos!

Una lágrima rodó por mi mejilla y cayó sobre la papa que tenía entre las manos. La sal del llanto se mezcló con el almidón y pensé en lo irónico que era: toda mi vida cocinando para otros, tragándome mis propias penas, y ahora ni siquiera podía llorar en paz.

—¿Y qué quieres que haga? —pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. ¿Que me encierre en esta casa hasta morirme? ¿Que me vista de negro para siempre?

Camila apretó los labios y bajó la mirada. Por un momento, vi a la niña que fue, la que corría a mis brazos cuando tenía miedo de las tormentas. Pero ahora era una mujer hecha y derecha, endurecida por sus propias batallas.

—Papá no lleva ni dos años muerto —dijo al fin, casi en un susurro.

—Y yo llevo dos años sintiéndome muerta con él —le respondí, dejando caer el cuchillo sobre la mesa.

El silencio se hizo espeso entre nosotras. Afuera, los gritos de los niños jugando en la calle parecían venir de otro mundo. Me pregunté si alguna vez volvería a sentirme parte de esa alegría sencilla.

Mi historia no es diferente a la de tantas mujeres en este rincón de Colombia. Nací en un pueblo donde las mujeres aprendemos desde niñas a servir primero a los demás y después, si queda tiempo, a nosotras mismas. Me casé joven con Ernesto, un hombre bueno pero callado, trabajador del ingenio azucarero. Tuvimos tres hijos: Camila, Julián y Mariana. Mi vida fue lavar, planchar, cocinar y rezar para que nada malo les pasara.

Cuando Ernesto enfermó del corazón, sentí que el mundo se me venía abajo. Lo cuidé hasta el último suspiro, sin dormir noches enteras, sin quejarme nunca. Cuando lo enterramos bajo la sombra del samán del cementerio, creí que mi vida había terminado también.

Pero el tiempo es terco y la soledad aún más. Los días se hicieron largos y vacíos. Mis hijos crecieron y se fueron ocupando de sus propios problemas. Yo me quedé con el eco de sus voces y el olor a ropa limpia en los armarios.

Hasta que un día, en el mercado, conocí a Samuel. Era viudo también, vendedor de frutas con manos grandes y sonrisa fácil. Al principio solo conversábamos sobre el clima o el precio del tomate. Pero poco a poco, nuestras charlas se volvieron más largas y profundas.

—¿Por qué siempre compra usted solo dos plátanos? —me preguntó una mañana.

—Porque ya no tengo para quién cocinar más —le respondí sin pensar.

Él asintió con una tristeza que reconocí al instante. Así empezó todo: dos almas solitarias compartiendo silencios y miradas cómplices entre los puestos del mercado.

Cuando Samuel me invitó a tomar café en la plaza, sentí mariposas en el estómago como cuando era adolescente. Me puse mi mejor blusa y un poco de perfume barato que guardaba para ocasiones especiales. Caminamos juntos bajo los árboles y hablamos de nuestros hijos, de nuestros miedos y sueños rotos.

Pero en un pueblo pequeño nada pasa desapercibido. Pronto comenzaron los murmullos: «¿Ya viste a Lidia?», «Qué rápido olvidó a su marido», «Eso no es propio de una mujer decente». Incluso mi hermana Rosa vino a verme con cara de preocupación:

—Lidia, piensa en tus hijos… ¿Qué ejemplo les das?

—El ejemplo de que la vida sigue —le respondí con firmeza—. De que no hay edad para volver a sonreír.

Pero mis palabras no bastaron para calmar las aguas. Camila fue la más dura conmigo. Me dolía verla tan fría, tan distante. Una noche llegó Julián a casa y me encontró llorando en la cocina.

—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó preocupado.

Le conté todo entre sollozos: el rechazo de Camila, los chismes del barrio, mi miedo a perder a mis hijos por atreverme a ser feliz otra vez.

Julián me abrazó fuerte y me dijo:

—Mamá, tú nos diste todo lo que tenías. Ahora te toca vivir para ti. No le debes explicaciones a nadie.

Sus palabras me dieron fuerzas para seguir adelante. Empecé a salir más seguido con Samuel: íbamos al cine del pueblo, paseábamos por el río los domingos y hasta bailamos juntos en la fiesta patronal. Por primera vez en años sentí que respiraba aire fresco.

Pero Camila seguía distante. Un día llegó a casa con su hija Valeria de cinco años. La niña corrió a abrazarme:

—¡Abuelita! ¿Me haces arroz con leche?

Mientras cocinaba con Valeria sentada en la encimera, Camila me miraba desde la puerta.

—Mamá… —dijo al fin—. No quiero pelear más contigo.

Me giré despacio y vi lágrimas en sus ojos.

—Tengo miedo —confesó—. Miedo de perderte como perdimos a papá… Miedo de que te hagan daño…

Me acerqué y tomé su mano entre las mías.

—Hija, no estoy reemplazando a tu papá ni olvidando lo que fuimos como familia. Solo quiero volver a sentirme viva antes de que sea demasiado tarde.

Camila me abrazó fuerte y lloramos juntas por todo lo no dicho durante meses.

Poco a poco las cosas fueron cambiando. El barrio siguió hablando, pero ya no me importaba tanto. Aprendí que siempre habrá quien juzgue desde afuera sin conocer las batallas internas de cada uno.

Hoy Samuel y yo compartimos una vida sencilla pero llena de pequeños momentos felices: una taza de café al amanecer, una caminata por el parque, una canción bailada en la sala mientras llueve afuera.

A veces me pregunto cuántas mujeres como yo siguen encerradas por miedo al qué dirán o al rechazo de sus propios hijos. ¿Cuántas vidas se apagan antes de tiempo por culpa del prejuicio?

¿No merecemos todas una segunda oportunidad para ser felices? ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?