“Nunca imaginé que mi nuera me necesitara tanto”

—¿Te parece bien si te mudas con nosotros, Teresa? —me preguntó Camila, mi nuera, mientras recogía los platos del almuerzo familiar. Su tono era amable, pero sus ojos evitaban los míos. Mi hijo, Andrés, solo asintió en silencio, como si la decisión ya estuviera tomada.

Sentí un nudo en la garganta. Mi pequeño departamento en el barrio de Flores era modesto, pero era mío. Allí pasé los últimos treinta años, primero con mi esposo, luego sola tras su muerte. Andrés venía con su familia en ocasiones especiales: Navidad, cumpleaños, algún domingo de asado. No éramos una familia unida, pero al menos había cierta rutina.

—No quiero ser una carga —dije bajito, casi para mí misma.

Camila sonrió, pero su sonrisa no llegó a los ojos.

—No seas tonta, Teresa. Nos vendría bien tenerte cerca. Los chicos te adoran y podrías estar más acompañada.

No supe qué responder. Me sentí halagada y al mismo tiempo inquieta. ¿Por qué ahora? ¿Por qué ese apuro?

Dos semanas después, estaba empacando mis cosas. Andrés me ayudó a cargar las cajas en su camioneta. Nadie dijo mucho durante el viaje a su casa en las afueras de Buenos Aires. Al llegar, mis nietos, Sofía y Tomás, me recibieron con abrazos y gritos. Por un momento sentí que todo valía la pena.

La primera semana fue tranquila. Ayudaba a Camila con la comida y jugaba con los chicos después del colegio. Pero pronto noté que Camila salía cada vez más temprano y volvía más tarde del trabajo. Andrés también tenía horarios eternos en la fábrica.

Una mañana, mientras preparaba el desayuno para los niños, Camila se acercó apurada:

—Teresa, ¿podrías llevar a Sofía al jardín y después buscarla? Tomás tiene fiebre y no puedo faltar hoy.

Asentí sin protestar. Era lógico ayudar. Pero al día siguiente fue igual. Y al otro también. Pronto me convertí en la encargada de todo: llevarlos, traerlos, cocinarles, ayudarles con la tarea, incluso bañarlos y acostarlos cuando sus padres llegaban agotados o de mal humor.

Las semanas se volvieron meses. Mi vida se redujo a cuidar a mis nietos y mantener la casa en orden. Ya no tenía tiempo para mis amigas del barrio ni para mis caminatas matutinas. A veces me sentía invisible.

Una noche escuché a Camila y Andrés discutir en la cocina:

—No podemos seguir así —decía ella—. Si tu mamá no estuviera acá, tendríamos que pagarle a alguien para cuidar a los chicos. ¿Sabés cuánto cuesta una niñera?

—Lo sé —respondió Andrés—. Pero tampoco quiero que se sienta usada.

Me fui a dormir con el corazón apretado. ¿Eso era para ellos? ¿Una solución económica?

Al día siguiente intenté hablar con Camila:

—Camila, ¿te parece si algunos días voy a visitar a mis amigas o salgo a caminar?

Ella frunció el ceño:

—¿Y quién va a buscar a los chicos? Andrés y yo no podemos salir antes del trabajo.

Me sentí egoísta por querer un poco de tiempo para mí. Pero también sentí rabia y tristeza.

Un sábado por la tarde, mientras Sofía jugaba en el patio y Tomás dormía la siesta, me senté en el jardín y lloré en silencio. Extrañaba mi casa, mi independencia, incluso mi soledad elegida.

Esa noche, durante la cena, intenté hablar con Andrés:

—Hijo, creo que necesito volver a mi casa unos días. Extraño mi espacio.

Él bajó la mirada.

—Mamá… Camila y yo contamos con vos. No podríamos con todo esto sin tu ayuda.

Sentí que no tenía derecho a reclamar nada. Pero algo dentro mío se rompió.

Pasaron los días y empecé a enfermarme seguido: dolores de cabeza, insomnio, ansiedad. Nadie parecía notarlo. Un día me desmayé mientras preparaba la merienda. Cuando abrí los ojos estaba en el hospital y Andrés me miraba preocupado.

—Mamá… perdón —susurró—. No nos dimos cuenta de lo mucho que te estábamos pidiendo.

Camila llegó después con flores y una disculpa torpe:

—No pensé que fuera tan difícil para vos… Yo solo quería que estuviéramos juntas como familia.

No dije nada. No sabía si podía perdonar tan fácil el olvido y la indiferencia.

Cuando volví a casa, decidí quedarme unos días en mi antiguo departamento. Sentí alivio al cerrar la puerta detrás de mí y ver mis fotos viejas, mis plantas marchitas pero fieles.

Andrés vino a visitarme una tarde:

—Mamá… Si querés volver, lo haremos diferente. Pero si preferís quedarte acá, lo entiendo.

Lo miré largo rato antes de responder:

—A veces uno da tanto por amor que se olvida de sí mismo… ¿Cuántas mujeres como yo terminan siendo invisibles en sus propias familias? ¿No merecemos también ser vistas y queridas por quienes somos y no solo por lo que hacemos?