Nunca quise ser hija de un mecánico, pero ahora manejo su moto cada domingo
—¡No quiero volver a ese taller mugriento, mamá! —grité, tirando la mochila sobre la mesa de la cocina. Mi voz retumbó en las paredes descascaradas del departamento, y sentí la mirada cansada de mi madre clavarse en mi espalda. Afuera, el ruido de la avenida San Martín se mezclaba con el zumbido lejano de una moto acelerando.
—Es tu papá, Lucía —me dijo ella, bajito, como si temiera que el aire mismo la escuchara—. No podés seguir ignorándolo.
Pero yo sí podía. Y lo hacía desde hacía años. Desde que entendí que mi papá no era como los otros padres del colegio privado al que iba gracias a la beca que mi mamá consiguió limpiando casas en Belgrano. Los padres de mis amigas eran médicos, abogados, empresarios. Llegaban a las reuniones en autos brillantes, con relojes caros y camisas planchadas. El mío llegaba en su campera de cuero gastada, las manos negras de grasa y el casco colgando del brazo.
Me avergonzaba. Me dolía admitirlo, pero era así. Odiaba el olor a aceite que se pegaba a su ropa, el ruido de las motos que llenaba nuestro pequeño departamento cada vez que él llegaba tarde del taller. Odiaba que nunca pudiera ayudarme con la tarea porque no había terminado la secundaria. Odiaba que mi mejor amiga, Valentina, me preguntara por qué mi papá nunca iba a las fiestas del colegio.
—¿Por qué no puede ser como los demás? —le pregunté una vez a mi mamá.
Ella solo suspiró y me acarició el pelo. —Porque es tu papá, y hace lo que puede.
Pero yo no quería entenderlo. No entonces.
El punto de quiebre llegó una tarde de invierno. Tenía quince años y estaba invitada al cumpleaños de Camila, la chica más popular del curso. Era en una casa enorme en Palermo, con pileta climatizada y catering. Mi mamá no podía acompañarme porque tenía que trabajar hasta tarde, así que le pedí a mi papá que me llevara. Recuerdo su sonrisa orgullosa cuando le mostré el vestido nuevo que había comprado con meses de ahorros.
—Estás hermosa, hija —me dijo, limpiándose las manos en un trapo viejo antes de darme un beso en la frente.
Pero cuando llegamos a la casa de Camila, todos los padres estaban afuera, charlando junto a sus autos importados. Mi papá estacionó su vieja moto Harley Davidson frente a la puerta y se bajó conmigo. Sentí todas las miradas sobre nosotros: los trajes caros, las miradas altivas, las sonrisas forzadas. Una madre se tapó la nariz disimuladamente cuando pasamos cerca.
—¿Querés que te espere? —me preguntó él, sin notar mi incomodidad.
—No —le respondí rápido, casi empujándolo hacia la moto—. Andate, por favor.
Vi cómo se le apagaba la sonrisa mientras se subía a la Harley y arrancaba el motor. Me sentí una basura, pero no podía evitarlo: quería ser como ellos, no como él.
Esa noche lloré en silencio en el baño de Camila mientras escuchaba a mis compañeras reírse de «la hija del mecánico». Me prometí que algún día iba a salir de ese mundo de grasa y motores.
Pasaron los años y cumplí mi promesa: estudié mucho, conseguí una beca para la universidad y me mudé sola a un pequeño departamento en Almagro. Casi no veía a mi papá; nuestras charlas se reducían a mensajes cortos por WhatsApp o algún saludo rápido en Navidad. Él seguía trabajando en el taller del barrio, arreglando motos viejas para clientes fieles que lo adoraban.
Hasta que un día todo cambió.
Era un domingo gris cuando recibí el llamado de mi mamá: «Tu papá tuvo un accidente en el taller. Está en el hospital». Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Corrí al hospital público donde lo habían internado y lo encontré dormido, conectado a máquinas y con vendas en las manos.
—Fue una explosión —me explicó mi mamá entre lágrimas—. Dicen que salvó a un chico que estaba cerca del tanque de nafta.
Me quedé toda la noche sentada junto a su cama, mirando sus manos vendadas y pensando en todas las veces que lo rechacé por vergüenza. Recordé cómo me enseñó a andar en bicicleta cuando era chica, cómo me llevaba al colegio los días de lluvia aunque llegara empapado al trabajo después. Recordé su risa ronca cuando me contaba historias de carreras clandestinas en Avellaneda y cómo me prometía que algún día íbamos a viajar juntos por la Ruta 40 en su Harley.
Cuando despertó, me miró con esos ojos marrones llenos de cansancio y amor.
—Perdoname si te hice pasar vergüenza, Lu —susurró—. Yo solo quería darte lo mejor.
Lloré como nunca antes. Le pedí perdón por todos mis desprecios, por cada vez que lo oculté o lo rechacé delante de mis amigas. Le prometí que iba a estar más cerca, que iba a aprender a valorar todo lo que hizo por mí.
Después del accidente, mi papá no pudo volver a trabajar como antes: sus manos quedaron dañadas y ya no tenía fuerza para arreglar motores pesados. El taller cerró y la Harley quedó guardada bajo una lona en el fondo del garaje.
Un domingo cualquiera, mientras tomábamos mate en la cocina, le pregunté si podía enseñarme a manejar la moto.
—¿Vos? ¿La señorita universitaria quiere ensuciarse las manos? —bromeó él, pero vi cómo se le iluminaban los ojos.
Empezamos despacio: primero me enseñó a limpiar el carburador, después a cambiar el aceite y finalmente a arrancar el motor sin ahogar la máquina. Cada domingo salíamos juntos por la avenida Rivadavia; él sentado atrás, dándome indicaciones con paciencia infinita.
La primera vez que manejé sola sentí miedo y orgullo al mismo tiempo. El viento me pegaba en la cara y el rugido del motor me hacía vibrar el pecho. Entendí por fin lo que mi papá sentía cada vez que salía a la ruta: libertad pura.
Hoy manejo su Harley cada domingo. A veces paso por delante de las casas lujosas donde soñaba vivir cuando era chica y sonrío al recordar mis viejos prejuicios. Ahora sé que no importa cuánto dinero tengas ni qué auto manejes: lo único importante es quién está esperándote cuando volvés a casa.
A veces me pregunto: ¿cuántos hijos como yo siguen avergonzándose de sus padres sin ver todo lo que hacen por ellos? ¿Cuántas veces dejamos pasar el amor por culpa del qué dirán?
¿Y vos? ¿Te animás a mirar más allá de los prejuicios y abrazar tu historia?