Nunca quise ser una carga: ahora solo deseo escuchar un golpe en la puerta

—¡No, mamá! ¡No quiero que vengas a vivir conmigo! —La voz de mi hija Luciana retumbó en el teléfono, seca, cortante, como un portazo invisible.

Me quedé con el auricular en la mano, temblando. El mate se enfrió sobre la mesa y el reloj de la cocina marcaba las seis de la tarde. Afuera, el cielo de Buenos Aires se teñía de naranja y yo sentí, por primera vez en mis setenta y dos años, que el mundo podía ser demasiado grande para una sola persona.

Siempre fui fuerte. De esas mujeres que no lloran en público, que no piden ayuda ni cuando el cuerpo les grita basta. Cuando tenía treinta años y dos hijos pequeños, me levantaba a las cinco para prepararles el desayuno, los mandaba a la escuela, me iba a trabajar al hospital como enfermera, volvía a casa, hacía las compras, cocinaba, lavaba la ropa y limpiaba. Mi marido, Ernesto, siempre decía: “Sos una máquina, Marta. No sé cómo hacés”. Y yo le respondía con una sonrisa cansada: “Alguien tiene que hacerlo”.

Nunca me gustó pedir favores. Ni a mi madre, ni a mis hermanas, ni a mis hijos. Cuando Luciana y Diego crecieron y se fueron de casa, sentí orgullo. Había cumplido mi misión: criarlos fuertes e independientes. Les repetía: “No quiero ser una carga para ustedes cuando sea vieja. Yo me las arreglo sola”.

Ahora me doy cuenta de lo cruel que puede ser esa frase. Porque los años pasan y el cuerpo ya no responde igual. Las rodillas duelen al subir las escaleras del departamento viejo en Caballito. Las manos tiemblan cuando intento abrir un frasco o coser un botón. Y el silencio… El silencio es lo peor.

Hace tres años que Ernesto se fue. Un infarto fulminante mientras mirábamos juntos una novela. Desde entonces, la casa se volvió demasiado grande para mí sola. Al principio venían los nietos los domingos; después, las visitas se hicieron más espaciadas. Luciana vive en Pilar y Diego en Rosario. Tienen sus vidas, sus trabajos, sus problemas.

—Mamá, vos siempre decías que no querías molestar —me dijo Luciana la última vez que hablamos cara a cara—. Yo tengo tres chicos, trabajo todo el día… No puedo con todo.

La entendí. O eso quise creer. Pero esa noche lloré como no lo hacía desde que era niña.

A veces me siento invisible. Camino por la plaza y nadie me mira. Voy al supermercado y los jóvenes me empujan sin disculparse. En el hospital donde trabajé treinta años ya no queda nadie que me reconozca. Soy una sombra entre sombras.

Una tarde de invierno, mientras miraba por la ventana cómo caía la lluvia sobre los jacarandás, escuché un golpe en la puerta. Mi corazón dio un brinco. ¿Sería Luciana? ¿Diego? ¿Algún vecino?

Era una vecina nueva, Valeria, con su hija pequeña de la mano.

—Hola, señora Marta —me dijo—. ¿Le molesta si le pido un poco de azúcar? Se me acabó y está todo cerrado.

Le di el azúcar y le invité un mate. Charlamos un rato sobre la vida, sobre lo difícil que es criar hijos sola (ella también es madre soltera), sobre los precios del supermercado y los recuerdos del barrio cuando era seguro salir de noche.

Esa tarde sentí algo parecido a la esperanza. Pero fue solo un espejismo: Valeria se mudó al mes siguiente porque no podía pagar el alquiler.

Los días pasan lentos. A veces me sorprendo hablando sola:

—¿Para esto tanto esfuerzo? ¿Para terminar contando los pasos entre la cocina y el baño?

El teléfono suena cada vez menos. Diego llama los domingos por compromiso; Luciana manda mensajes apurados: “¿Todo bien, má? Besos”.

Una noche me caí en el baño. No fue grave, pero estuve horas sentada en el piso frío hasta que logré levantarme apoyándome en la bañera. Me miré al espejo y vi a una mujer desconocida: arrugada, despeinada, con los ojos rojos de tanto llorar.

Pensé en llamar a Luciana o a Diego. Pero no lo hice. El orgullo puede ser más fuerte que el dolor.

A veces escucho risas en el pasillo y me acerco a la puerta con la esperanza de que alguien golpee, aunque sea por error. Pero nadie golpea.

Me acuerdo de mi madre, de cómo yo también la dejé sola porque tenía “mi vida”. Ahora entiendo su tristeza cuando le decía que no podía visitarla porque tenía guardia en el hospital o porque los chicos tenían tareas.

La soledad es como una enfermedad silenciosa: te va comiendo despacio hasta dejarte hueca por dentro.

Hoy escribo esto sentada en mi sillón favorito, con una manta sobre las piernas y el mate frío al lado. Afuera llueve otra vez y los autos pasan rápido sin mirar hacia arriba.

Me pregunto si hice bien en criar hijos tan independientes o si debería haberles enseñado también a cuidar de los demás, a no tener miedo de necesitar o de ser necesitados.

¿De qué sirve tanto orgullo si al final lo único que uno desea es escuchar un golpe en la puerta?

¿Ustedes también sienten ese vacío cuando cae la noche? ¿O soy yo la única que se arrepiente de haber sido tan fuerte?