Nunca seré suficiente para Doña Carmen

—¡Nada, todavía me da tiempo de encontrarle una mujer decente a mi hijo!—. La voz de Doña Carmen retumbó en la cocina, tan fría como el piso de cemento bajo mis pies. Sentí que el cuchillo con el que picaba cebolla se me resbalaba entre los dedos. Julián, mi esposo, estaba en la sala, fingiendo no escuchar, pero yo sabía que cada palabra de su madre era un dardo envenenado dirigido a mí.

Me llamo Mariana y crecí en un barrio popular de Medellín. Cuando conocí a Julián, pensé que el amor podía con todo. Él era dulce, trabajador, y aunque su familia tenía más dinero que la mía, nunca me hizo sentir menos… hasta que nos casamos y empecé a convivir con su madre.

Doña Carmen era la reina de la casa: todo debía hacerse a su manera. Desde el primer día, me dejó claro que yo no era suficiente para su hijo. «Las mujeres de verdad saben cocinar frijoles como Dios manda», me decía mientras revisaba mi olla. «¿Así piensas criar a mis nietos?», preguntaba cuando me veía cansada después del trabajo.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Doña Carmen hablando por teléfono con su hermana en Cali:

—No sé qué le vio Julián a esa muchacha. No tiene clase, ni familia, ni futuro. Pero nada, todavía me da tiempo de encontrarle una mujer decente a mi hijo.

Sentí un nudo en la garganta. Quise llorar, pero apreté los dientes. No iba a darle ese gusto.

Julián intentaba mediar, pero siempre terminaba del lado de su madre. «Es que así es ella, tienes que entenderla», me decía. Pero ¿por qué nadie intentaba entenderme a mí?

El día que nació nuestro hijo, Samuel, pensé que las cosas cambiarían. Doña Carmen llegó al hospital con una canasta llena de ropa nueva y una mirada de inspección. «Por fin algo bueno hiciste», murmuró mientras sostenía al bebé. Pero la tregua duró poco.

A los pocos meses, empezó a criticar mi forma de amamantar, mi manera de cambiar pañales, hasta la cuna que elegimos. «En mis tiempos no se hacía así», repetía una y otra vez.

Una noche, después de una discusión especialmente dura, Julián me abrazó y susurró:

—No le hagas caso, amor. Tú eres buena madre.

Pero sus palabras no lograban tapar el eco de las críticas de su madre.

El conflicto llegó al límite cuando Samuel cumplió dos años. Queríamos mudarnos a un apartamento pequeño para tener privacidad, pero Doña Carmen se opuso rotundamente.

—¿Y quién va a cuidar al niño? ¿Quién va a enseñarte cómo ser esposa?— gritó frente a toda la familia en la fiesta de cumpleaños de Samuel.

Mi suegro, Don Ernesto, intentó calmarla:

—Carmen, déjalos vivir su vida.

Pero ella no escuchaba razones. Esa noche Julián y yo discutimos como nunca antes.

—¿Por qué siempre tienes que ponerte en contra de mi mamá?— me reclamó él.

—¡Porque tu mamá nunca me ha querido! ¡Nunca seré suficiente para ella!— grité entre lágrimas.

Esa fue la primera vez que pensé en separarme. Pero miré a Samuel dormido y sentí que debía luchar un poco más por mi familia.

Empecé a trabajar medio tiempo en una panadería del barrio para ahorrar dinero y tener algo propio. Doña Carmen se burlaba:

—¿Para qué trabajas si tu marido te mantiene? Eso solo lo hacen las mujeres que no saben cuidar su casa.

Pero yo seguí adelante. Poco a poco fui ganando confianza y haciendo amigas fuera del círculo familiar. Un día, mi amiga Paola me invitó a un grupo de mujeres del barrio donde compartíamos nuestras historias y nos apoyábamos mutuamente.

Allí escuché historias peores que la mía: mujeres que habían sido echadas de sus casas por sus suegras, otras que vivían bajo el mismo techo con insultos diarios. Me di cuenta de que no estaba sola.

Un domingo por la tarde, después de una comida familiar tensa, Doña Carmen explotó delante de todos:

—¡Nunca serás suficiente para mi hijo! ¡Nunca!—

Me levanté temblando y le respondí por primera vez:

—Tal vez nunca lo sea para usted, pero para Julián y Samuel sí lo soy. Y eso es lo único que importa.

La sala quedó en silencio. Julián me miró sorprendido; Don Ernesto bajó la cabeza; Samuel jugaba ajeno a todo.

Esa noche le dije a Julián:

—No puedo más. O nos vamos o esto se acaba.

Él dudó mucho, pero al final aceptó buscar un apartamento pequeño cerca del trabajo. La mudanza fue dura; Doña Carmen lloró y nos maldijo hasta el último momento.

Al principio fue difícil: el dinero apenas alcanzaba y extrañábamos la comodidad de la casa grande. Pero por primera vez sentí paz. Samuel reía más y Julián empezó a valorar todo lo que hacía por nuestra familia.

Con el tiempo, Doña Carmen fue aceptando nuestra distancia. A veces llama para preguntar por Samuel; otras veces solo para criticarme un poco menos fuerte.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre el amor y la presión familiar? ¿Cuántas veces callamos por miedo o por costumbre? Yo decidí romper el silencio y buscar mi propio lugar en el mundo.

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que nunca serías suficiente para alguien? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?