Nunca supe amar: La carta que cambió mi destino

—¿Quién de ustedes es Liliana? —La voz de la muchacha retumbó en el pasillo del colegio, cortando el murmullo de la lluvia que golpeaba los ventanales. Mi mejor amiga, Mariana, me miró con los ojos muy abiertos, como si esperara que yo desapareciera. Yo, en cambio, sentí cómo el corazón se me subía a la garganta.

—Yo soy Liliana. ¿Por qué? —respondí, tratando de sonar segura, aunque mi voz tembló apenas.

La desconocida sonrió con un aire de complicidad y sacó una carta arrugada del bolsillo de su chaqueta escolar. —Tienes carta. De parte de Joaquín.

El nombre me cayó como un balde de agua fría. Joaquín. El chico que todos decían que estaba enamorado de mí, pero al que yo nunca supe cómo mirar más allá de la amistad. Tomé la carta con manos temblorosas y sentí la mirada de Mariana clavada en mi nuca.

—¿Vas a abrirla? —susurró ella, apenas la desconocida se alejó.

No respondí. Caminé hasta el baño del segundo piso, ese donde las paredes están llenas de grafitis y promesas rotas. Cerré la puerta y me senté en el suelo frío. Rompí el sobre y leí:

«Liliana,
No sé cómo decirte esto sin sonar ridículo, pero desde que te conocí siento que todo tiene sentido. Me gustaría invitarte a salir este sábado. Si no quieres, lo entenderé, pero tenía que decírtelo.
Joaquín.»

Las palabras me pesaron más de lo que deberían. No era la primera vez que alguien me confesaba algo así. Y siempre era igual: una mezcla de culpa, miedo y vacío. ¿Por qué no podía sentir lo mismo? ¿Por qué, cuando todos hablaban del primer amor, yo solo sentía un hueco en el pecho?

Guardé la carta en mi mochila y salí del baño como si nada hubiera pasado. Pero Mariana me esperaba afuera.

—¿Y? ¿Qué dice? —insistió.

—Nada importante —mentí.

Ella frunció el ceño. —Liliana, ¿por qué siempre haces esto? ¿Por qué nunca te emocionas por nada?

No supe qué responderle. Caminamos juntas hasta la salida del colegio bajo la lluvia, pero el silencio entre nosotras era más fuerte que el aguacero.

Esa noche, en casa, mi mamá me esperaba con la cena servida y su eterna preocupación dibujada en el rostro.

—¿Todo bien en el colegio? —preguntó mientras servía arroz con pollo.

—Sí —respondí sin ganas.

Ella me miró fijamente. —Liliana, ¿te pasa algo? Últimamente estás muy distante.

Quise decirle todo: que sentía que algo estaba mal en mí, que no podía enamorarme como las demás chicas, que cada vez que alguien se acercaba demasiado yo solo quería huir. Pero no pude. Solo bajé la cabeza y jugué con la comida.

Esa noche soñé con mi papá. Con su voz grave diciéndome: «No le tengas miedo a sentir». Pero cuando desperté, solo quedaba el eco de su ausencia y el olor a café recién hecho.

Pasaron los días y la carta de Joaquín seguía quemándome en el bolsillo. Mariana dejó de hablarme tanto; creo que se cansó de mis silencios y evasivas. En clase, las otras chicas cuchicheaban sobre sus novios y sus primeras veces, mientras yo fingía interés y me escondía detrás de mis libros.

Un viernes por la tarde, mientras ayudaba a mi mamá a limpiar la casa, ella se sentó a mi lado en el sofá y me tomó la mano.

—Liliana, yo también fui joven. También tuve miedo de no encajar —dijo suavemente—. Pero tienes que darte una oportunidad.

Sentí las lágrimas subir a mis ojos. —Mamá, yo… creo que no puedo querer a nadie como tú quieres a papá. Como Mariana quiere a sus novios. No sé qué me pasa.

Ella me abrazó fuerte. —No tienes que ser como nadie más. Solo tienes que ser tú misma.

Pero ¿quién era yo? ¿Una chica incapaz de amar? ¿Una hija rota?

Esa noche decidí escribirle a Joaquín:

«Joaquín,
Gracias por tu carta. Eres una gran persona, pero no puedo corresponderte como esperas. Espero que podamos seguir siendo amigos.
Liliana.»

Al día siguiente, él me buscó en la cafetería del colegio.

—¿Te hice algo mal? —preguntó con voz herida.

Negué con la cabeza. —No eres tú, soy yo. No sé cómo explicarlo…

Él suspiró y se fue sin decir nada más.

Las semanas pasaron y sentí cómo todos a mi alrededor avanzaban mientras yo seguía estancada en el mismo lugar. Mariana empezó a salir con un chico nuevo y dejó de invitarme a sus planes. Mi mamá se sumergió en el trabajo y yo me refugié en los libros y la música.

Un día, encontré una vieja foto de mis padres abrazados en Cartagena, sonriendo bajo el sol del Caribe. Me pregunté si alguna vez sentiría algo así por alguien. Si alguna vez podría dejar entrar a alguien en mi vida sin miedo.

En clase de literatura, la profesora nos pidió escribir sobre nuestro mayor miedo. Yo escribí:

«Tengo miedo de no poder amar nunca a nadie como se supone que debería. Tengo miedo de quedarme sola porque no sé cómo abrir mi corazón.»

La profesora leyó mi texto en voz alta (sin decir mi nombre) y hubo un silencio incómodo en el salón. Al salir, una chica llamada Valeria se me acercó:

—Oye… lo que escribiste… yo también me siento así a veces.

Por primera vez sentí que no estaba sola en mi rareza.

Esa tarde caminé bajo la lluvia hasta mi casa y pensé en todas las veces que había fingido estar bien para no preocupar a nadie. Pensé en todas las cartas no respondidas, en los abrazos evitados, en las palabras no dichas.

Esa noche hablé con mi mamá otra vez:

—Mamá, ¿y si nunca aprendo a amar?

Ella sonrió tristemente.—El amor tiene muchas formas, hija. A veces llega cuando menos lo esperas… y a veces uno aprende a vivir sin él.

Me quedé mirando por la ventana mientras la lluvia caía sobre Bogotá y pensé: ¿Y si nunca aprendo? ¿Y si está bien ser diferente?

¿Ustedes también han sentido ese miedo? ¿Creen que uno puede ser feliz aunque nunca llegue ese gran amor del que todos hablan?