Nunca te dejaré sola: El verano que cambió mi vida

—No te vayas, por favor, no me dejes sola —le susurré a Lucía, mi hermana menor, mientras el portazo resonaba en el pasillo del departamento. El eco de su despedida aún vibraba en mis oídos, mezclándose con el zumbido del ventilador y el calor pegajoso de la tarde porteña. Me quedé parada en la puerta, con la mano temblorosa sobre el picaporte, sintiendo cómo el miedo se me instalaba en el pecho como un animal salvaje.

Era el primer día de enero y, por primera vez en años, me atreví a ponerme un vestido colorido. Me miré en el espejo antes de salir: los labios apenas pintados, el cabello recogido en una trenza desprolija. «¿Y si me tiño el pelo?», pensé, buscando una excusa para no salir. Pero algo dentro mío —quizás la voz de mi madre, quizás la mía propia— me empujó a enfrentar el sol y la ciudad.

El calor era insoportable. Las veredas de Almagro ardían bajo mis sandalias baratas y los colectivos pasaban llenos de gente sudorosa y apurada. Caminé sin rumbo fijo, tratando de ordenar mis pensamientos. Desde que papá se fue con otra mujer y mamá cayó en una depresión profunda, Lucía y yo habíamos sido inseparables. Ella era mi refugio, mi cable a tierra. Pero ahora tenía su propio mundo: un novio que no me gustaba y planes que no me incluían.

—No podés depender siempre de mí, Gaby —me había dicho esa mañana, con los ojos llenos de culpa—. Tenés que aprender a estar sola.

La frase me dolió más que cualquier bofetada. ¿Cómo se aprende a estar sola cuando toda la vida te enseñaron a cuidar de otros? ¿Cómo se suelta la mano que te sostuvo cuando eras una nena asustada?

Me senté en una plaza y saqué el celular. Tenía un mensaje de mamá: «¿Vas a venir hoy? No tengo ganas de estar sola». Sentí una punzada de rabia y tristeza. Siempre lo mismo: la soledad como herencia familiar, como condena transmitida de madre a hija.

Decidí caminar hasta la casa de mamá en Flores. El barrio olía a jazmín y asado; los vecinos charlaban en las veredas, los chicos jugaban al fútbol en la calle. Cuando llegué, ella estaba sentada frente al televisor, con la mirada perdida y una copa de vino en la mano.

—¿Por qué estás tan arreglada? —me preguntó sin mirarme.

—Quería cambiar un poco —respondí, encogiéndome de hombros.

—No hace falta que te disfraces para nadie —dijo, con ese tono ácido que usaba cuando estaba triste—. Total, nadie se va a fijar en vos.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos, pero no dije nada. Me senté a su lado y le tomé la mano. Por un momento, fuimos dos mujeres rotas intentando sostenerse mutuamente.

Esa noche soñé con papá. Lo veía irse con su valija marrón, sin mirar atrás. Mamá lloraba en la cocina y yo trataba de consolarla mientras Lucía gritaba que todo era mi culpa. Me desperté empapada en sudor, con el corazón desbocado.

Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías: trabajo en la librería del barrio, almuerzos solitarios, visitas breves a mamá y mensajes cada vez más distantes de Lucía. El calor seguía apretando y yo sentía que me ahogaba en mi propia vida.

Una tarde, mientras acomodaba libros en la librería, entró un cliente nuevo. Era un hombre mayor, con acento del norte y ojos amables.

—¿Tenés algo para leer sobre mujeres valientes? —me preguntó.

Le recomendé «Mujer en punto cero» y charlamos un rato sobre literatura latinoamericana. Antes de irse, me sonrió:

—A veces hay que animarse a escribir la propia historia, ¿sabés?

Esa frase me quedó dando vueltas todo el día. ¿Y si yo también podía cambiar mi historia? ¿Y si no estaba condenada a repetir los errores de mamá?

Esa noche llamé a Lucía. Le pedí perdón por haberla hecho sentir responsable de mí durante tanto tiempo.

—Yo también tengo miedo —me confesó ella—. Pero quiero intentarlo sola.

Lloramos juntas por teléfono, como cuando éramos chicas y nos asustaban las tormentas de verano.

Pasaron las semanas y empecé a hacer pequeños cambios: me anoté en un taller de escritura, salí a caminar por Palermo sola, me animé a ir al cine sin compañía. Mamá seguía sumida en su tristeza, pero yo ya no podía cargarla sobre mis hombros.

Un domingo al mediodía, mientras almorzábamos juntas, le dije:

—Mamá, tenés que buscar ayuda. Yo no puedo salvarte.

Ella me miró como si no entendiera. Por primera vez vi miedo en sus ojos, pero también algo parecido al alivio.

—¿Y si no puedo? —susurró.

—Entonces nos caemos juntas —le respondí—. Pero ya no quiero vivir con miedo.

Ese verano fue un infierno y una bendición. Perdí la certeza de que alguien siempre estaría para sostenerme, pero gané algo más valioso: la posibilidad de sostenerme a mí misma.

Hoy miro mi reflejo en el espejo —el pelo teñido de rojo intenso, los labios pintados con decisión— y apenas reconozco a la mujer temerosa que fui. Lucía vive con su novio en Córdoba y mamá empezó terapia. Yo sigo escribiendo mi historia todos los días.

A veces todavía siento miedo cuando cae la noche o cuando el teléfono suena y temo malas noticias. Pero ya no huyo ni me escondo detrás de otros.

¿Será que todas las mujeres latinoamericanas cargamos con este mandato invisible de cuidar a los demás antes que a nosotras mismas? ¿Cuándo aprendimos que estar solas es motivo de vergüenza o fracaso?

¿Y vos? ¿Alguna vez sentiste ese miedo paralizante a quedarte sola? ¿Cómo lo enfrentaste?