Ocho meses bajo presión: ¿Soy solo el cajero de mis padres?
—¿Ya depositaste, Santiago? —La voz de mi mamá atravesó la puerta de mi cuarto como un cuchillo. Eran las seis de la mañana y yo apenas había dormido. El zumbido del celular me recordaba que era día de pago. Otra vez.
Me llamo Santiago Ramírez y tengo 27 años. Vivo en Ciudad de México, en un departamento pequeño con mis padres, Rosa y Ernesto. Desde hace ocho meses, la mitad de mi salario va directo a la cuenta de ellos. Todo empezó cuando papá perdió el trabajo y mamá decidió que era momento de remodelar el departamento para rentar una habitación y así tener ingresos extra. «Es por el bien de todos», decían. Pero yo sentía que cada peso que entregaba era un ladrillo más en la muralla que me separaba de mi propia vida.
—Sí, ya lo hice —respondí, sin abrir la puerta. Mi voz sonaba hueca, como si hablara desde un pozo.
Escuché el suspiro de mamá, ese suspiro que mezcla alivio y reproche. «No te olvides de comprar pintura cuando salgas del trabajo», agregó antes de irse. Me quedé mirando el techo, preguntándome si algún día podría decirles que no.
En la oficina, mis compañeros hablaban de sus planes: viajes, mudanzas, sueños propios. Yo solo pensaba en cómo llegar a fin de mes con lo poco que me quedaba después del depósito familiar. Mi amigo Julián me invitó a una chela después del trabajo.
—No puedo, bro —le dije—. Tengo que ir a comprar pintura para la casa.
Me miró con lástima y algo de rabia.
—¿Hasta cuándo vas a seguir así, Santi? Ya no eres un niño. Tus papás deberían entenderlo.
Pero no era tan fácil. En mi familia, ser hijo único significa ser el sostén, el orgullo y el proyecto inconcluso de mis padres. Desde pequeño escuché frases como «todo lo hacemos por ti» o «cuando seas grande nos vas a cuidar». Ahora que soy grande, siento que nunca fui dueño de mi vida.
Esa noche, mientras pintaba las paredes del cuarto que algún día rentarían, escuché a mis padres discutir en la cocina.
—No podemos seguir pidiéndole tanto —decía papá, su voz temblorosa—. Está cansado.
—¿Y qué quieres que haga? —respondió mamá—. Si no fuera por él, ya estaríamos en la calle. Además, es su deber como hijo.
Me detuve con el rodillo en alto. ¿Deber? ¿Hasta dónde llega el deber de un hijo?
Los días pasaban y la presión aumentaba. Mis amigos dejaron de invitarme a salir porque siempre decía que no podía gastar dinero. Mi novia, Mariana, terminó conmigo porque nunca tenía tiempo ni recursos para nosotros.
—Santi, te quiero, pero siento que tu familia es una cárcel —me dijo entre lágrimas—. No puedo competir con eso.
Me quedé solo, atrapado entre las paredes recién pintadas y el eco de las expectativas familiares. Empecé a llegar tarde al trabajo, a perder la concentración. Mi jefe me llamó un día a su oficina.
—Santiago, eres bueno en lo que haces, pero últimamente pareces distraído. ¿Pasa algo en casa?
Quise decirle todo: que me sentía ahogado, que cada día era una batalla entre la culpa y el deseo de huir. Pero solo asentí y prometí mejorar.
Una noche, después de cenar en silencio con mis padres, exploté.
—¿Alguna vez pensaron en lo que yo quiero? —grité—. ¿O solo soy su cajero automático?
Mamá me miró como si le hubiera dado una bofetada.
—¡No hables así! Todo lo que hacemos es por ti.
—¿Por mí? —reí amargamente—. ¿O por ustedes? Yo no tengo vida propia. No puedo ahorrar, no puedo salir con amigos, ni siquiera puedo pensar en mudarme porque ustedes dependen de mí para todo.
Papá bajó la mirada. Mamá lloró en silencio. Me sentí cruel y aliviado al mismo tiempo.
Esa noche dormí poco. Al amanecer, papá tocó mi puerta.
—Hijo —dijo con voz cansada—, tienes razón. No hemos pensado en ti como adulto. Solo… nos da miedo quedarnos solos o sin recursos. Pero tampoco queremos perderte.
Nos abrazamos y lloramos juntos. Fue la primera vez que sentí que me veían como persona y no solo como hijo.
Las cosas no cambiaron de inmediato. Seguía ayudando en casa, pero empecé a guardar una parte para mí. Busqué terapia y aprendí a poner límites sin sentirme culpable. Mis padres también buscaron ayuda para entender su dependencia emocional y financiera.
Hoy sigo viviendo con ellos, pero ya no soy solo su sostén económico. Somos una familia aprendiendo a soltar y confiar. A veces recaemos en viejos patrones; otras veces celebramos pequeños logros: una tarde juntos sin hablar de dinero, una salida al cine pagada entre todos.
A veces me pregunto: ¿cuántos jóvenes en Latinoamérica viven bajo esta presión invisible? ¿Hasta dónde llega la lealtad familiar antes de convertirse en una cadena? ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez prisionero del amor y las expectativas familiares?