Olvidada en mi propia casa: la soledad de una abuela en la ciudad
—¿Por qué no me llaman? ¿Por qué no vienen?—me pregunté en voz alta, mientras el café se enfriaba sobre la mesa de la cocina. El reloj marcaba las seis y media, y la casa estaba tan silenciosa que podía escuchar el tic-tac como si fuera un martillo. Mi nombre es Rosa Elena, tengo setenta y dos años y vivo en un departamento pequeño en el centro de Guadalajara. Hace años, cuando mis hijos eran niños y corrían por este mismo piso, juré que nunca estaría sola. Pero la vida, como el café, se enfría cuando menos lo esperas.
Mi hija mayor, Mariana, vive a solo diez cuadras. Mi hijo menor, Julián, trabaja en una oficina cerca del parque Revolución. Mis nietos, Camila y Emiliano, tienen sus propias vidas: la escuela, los amigos, los celulares. Yo los crié mientras sus padres trabajaban; les preparaba arroz con leche y les contaba historias de cuando era niña en Michoacán. Ahora, apenas recibo un mensaje de WhatsApp en Navidad o mi cumpleaños.
—¿Ya comiste, mamá?—me pregunta Mariana por teléfono cada domingo, pero nunca espera mi respuesta. Siempre tiene prisa.
La soledad es un monstruo silencioso. Se mete en tu cama, se sienta contigo a la mesa y te acompaña al mercado. A veces me sorprendo hablando con las plantas del balcón o con la vecina Doña Lupita, que tampoco recibe visitas. En el fondo, sé que no soy la única; muchas mujeres de mi edad aquí en México viven lo mismo. Pero eso no consuela.
Un jueves cualquiera, mientras barría el pasillo, escuché un golpe en la puerta. Pensé que era el cartero o algún vendedor de tamales. Pero era Camila, mi nieta de diecisiete años, con los ojos hinchados de llorar.
—Abuela, ¿puedo quedarme aquí unos días?—me dijo sin mirarme a los ojos.
La abracé sin preguntar nada. Sentí su cuerpo temblar como cuando era niña y tenía miedo de las tormentas. Preparé chocolate caliente y pan dulce, como hacía antes. Poco a poco, entre sorbos y silencios, me contó que había discutido con su mamá porque quería irse a vivir con su novio. Mariana le gritó cosas horribles y Camila salió corriendo.
—No sé qué hacer, abuela. Siento que nadie me entiende—me confesó.
La miré y vi en ella a la Mariana adolescente, rebelde y testaruda. Recordé mis propias peleas con mi madre en el rancho. Me di cuenta de que el tiempo pasa, pero los dolores se repiten.
Esa noche, Camila se quedó dormida en mi cama. Yo me senté junto a ella y lloré en silencio. No solo por ella, sino por mí misma. Por todas las veces que esperé una llamada que nunca llegó, por todos los cumpleaños que pasé sola frente al televisor.
Al día siguiente, Mariana llegó furiosa a buscar a Camila. Tocó la puerta como si quisiera derribarla.
—¡Mamá! ¿Por qué no me avisaste que estaba aquí?—me reclamó.
—Porque necesitaba un lugar seguro—le respondí con voz firme.
Discutieron en mi sala mientras yo preparaba café. Escuché palabras duras, reproches viejos y lágrimas nuevas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi casa volvía a estar viva.
Después de horas de tensión, Mariana se sentó junto a mí y me tomó la mano.
—Perdón por no venir más seguido, mamá. A veces siento que no tengo tiempo para nada—me dijo con los ojos llenos de culpa.
No supe qué decirle. Solo apreté su mano y lloramos juntas.
Esa tarde llegaron Julián y Emiliano. La noticia del conflicto había corrido por el grupo familiar de WhatsApp. Por primera vez en años, estábamos todos juntos en mi pequeño departamento: mis hijos discutiendo sobre cómo educar a los nietos, los nietos peleando por el control remoto, yo sirviendo café y pan dulce para todos.
Entre risas nerviosas y viejos recuerdos, algo cambió. No fue una reconciliación mágica ni un final feliz de telenovela. Pero sentí que mi familia todavía me necesitaba; que aún podía ser el refugio donde todos volvían cuando las cosas se ponían difíciles.
Esa noche, después de que todos se fueron, me senté sola en la sala con una taza de té caliente. Miré las fotos familiares en la pared: Mariana vestida de quinceañera, Julián con su uniforme de fútbol, Camila y Emiliano disfrazados en Halloween.
Me pregunté si la soledad es inevitable para quienes envejecemos o si es posible reconstruir los lazos rotos antes de que sea demasiado tarde.
¿Será que nos olvidamos de quienes nos cuidaron porque creemos que siempre estarán ahí? ¿O simplemente nos da miedo enfrentar el paso del tiempo? Ojalá alguien lea esto y se anime a llamar a su mamá o a su abuela hoy mismo.