Olvidada por Todos: El Testamento de la Abuela Rosa
—¿Por qué nadie vino a visitarme en mi cumpleaños? —escuché la voz temblorosa de mi abuela Rosa a través del teléfono, una tarde lluviosa en nuestro pequeño pueblo de San Juan del Río. Me quedé en silencio, apretando el auricular con fuerza, sintiendo cómo la vergüenza me quemaba las mejillas. No supe qué responderle. Mi madre, Lucía, estaba ocupada con el trabajo en la tienda, y mi tío Ernesto hacía años que no cruzaba la puerta de la casa vieja. Yo, Camila, tenía diecisiete años y demasiadas excusas para no ir a verla.
La casa de la abuela siempre olía a café recién hecho y pan dulce, pero desde que murió el abuelo Pedro, el silencio se había instalado como un huésped incómodo. Recuerdo que de niña corría por el patio trasero, esquivando las gallinas y riendo con mis primos, pero ahora todo era distinto. El tiempo y los problemas nos habían separado.
La última vez que fui a verla, Rosa me miró con esos ojos grandes y tristes. —¿Sabes qué es lo peor de envejecer? —me preguntó—. Que te vuelves invisible para los que más amas. Yo solo atiné a abrazarla fuerte, sin saber que esas palabras serían una premonición.
El verdadero drama comenzó cuando Rosa enfermó. Una neumonía la llevó al hospital del pueblo. Mi madre y yo fuimos las únicas en acompañarla. Ernesto ni siquiera llamó. En las noches, mientras cuidaba a la abuela, escuchaba sus suspiros y sus rezos por la familia. —Diosito, no me lleves todavía; quiero ver a mis hijos juntos otra vez— murmuraba.
Pero el milagro no llegó. Rosa falleció una madrugada fría de junio. El pueblo entero asistió al velorio, pero su familia estaba rota. En medio del llanto y los murmullos, apareció un hombre con traje gris: el licenciado Ramírez, notario del pueblo. Traía consigo el testamento de la abuela.
—La señora Rosa dejó instrucciones muy claras —anunció—. Su casa, sus ahorros y hasta sus joyas serán repartidos según su última voluntad.
Mi madre palideció. Ernesto, que apenas había llegado al entierro, se acercó como si nada hubiera pasado entre ellos. Los primos que nunca visitaban a la abuela ahora preguntaban por los terrenos y el dinero guardado en el banco.
El testamento era una carta escrita a mano:
“Si están leyendo esto es porque ya no estoy. No quiero peleas ni rencores. Mi casa será para quien me haya acompañado en mis últimos días; mis ahorros para mis nietos que aún recuerdan mi cumpleaños; mis joyas para Lucía, que siempre estuvo conmigo. Si algo aprendí en esta vida es que el amor no se hereda: se cultiva.”
El silencio fue absoluto. Ernesto apretó los puños y murmuró:
—Esto es injusto… Yo también soy su hijo.
Mi madre lo miró con lágrimas en los ojos:
—¿Y dónde estabas cuando mamá te necesitaba?
La discusión estalló como una tormenta: reproches, gritos y viejas heridas salieron a flote. Yo solo podía pensar en la soledad de mi abuela, en cómo todos la habíamos dejado sola mientras nos ocupábamos de nuestras vidas.
Esa noche, no pude dormir. Me levanté y fui a la casa vieja. El eco de los recuerdos me golpeó fuerte: las fotos amarillentas en las paredes, la mecedora vacía junto a la ventana, el aroma tenue del perfume de rosas que usaba mi abuela. Me senté en su sillón favorito y lloré como nunca antes.
Al día siguiente, los rumores ya circulaban por todo San Juan del Río: “Que si Lucía se quedó con todo”, “Que Ernesto va a pelear la herencia”, “Que los nietos solo aparecieron por interés”. La gente hablaba sin saber cuánto dolía perder a alguien por segunda vez: primero por olvido, después por muerte.
Pasaron los días y la familia se fue desmoronando aún más. Ernesto contrató un abogado para impugnar el testamento; mis primos dejaron de hablarnos; mi madre se encerró en su cuarto durante semanas. Yo traté de mantenerme fuerte, pero cada rincón del pueblo me recordaba a mi abuela.
Una tarde encontré una carta escondida entre las páginas de un libro viejo:
“Querida Camila: Si alguna vez lees esto, quiero que sepas que te amé más allá de mis fuerzas. No guardes rencor a nadie; todos tenemos miedo de enfrentar la soledad. Prométeme que no dejarás que el dinero destruya lo poco que queda de nuestra familia.”
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? ¿Cómo permitimos que el orgullo y el interés pesaran más que el amor?
El juicio por la herencia duró meses. Al final, el juez respetó la voluntad de mi abuela: mi madre se quedó con la casa; mis primos recibieron una pequeña parte de los ahorros; Ernesto se fue del pueblo sin mirar atrás.
Hoy, cada vez que paso frente a la casa vieja, pienso en todo lo que perdimos por no saber valorar a quien nos dio todo sin pedir nada a cambio. La soledad de mi abuela fue un espejo donde vimos reflejadas nuestras propias miserias.
A veces me pregunto si algún día podremos perdonarnos por haberla olvidado tanto tiempo. ¿Cuántas abuelas más estarán esperando una visita, una llamada o un simple abrazo? ¿Cuánto vale realmente una herencia si perdemos lo más importante: nuestra familia?