Olvídala, muchacho: Una mañana de domingo en Medellín

—¡Julián! ¡Despierta, por favor! —La voz de mi madre, temblorosa y urgente, atravesó la puerta de mi cuarto como un cuchillo. No eran ni las seis de la mañana y ya sentía el peso del día sobre los hombros. Me levanté a trompicones, con el corazón latiendo a mil, y abrí la puerta. Allí estaba ella, con el cabello desordenado y los ojos hinchados de tanto llorar.

—¿Qué pasó, mamá? —pregunté, aunque en el fondo temía la respuesta.

—Es tu papá… —dijo apenas, y se le quebró la voz—. Se fue de la casa. Anoche. No dejó ni una nota.

Sentí que el mundo se me venía encima. Mi papá, don Ernesto, siempre había sido el pilar de la familia. El hombre serio, trabajador, que nunca faltaba a misa los domingos ni a las reuniones familiares. Pero desde hacía meses algo no andaba bien entre él y mi mamá. Las discusiones en voz baja, los silencios incómodos en la mesa, las miradas esquivas. Yo fingía no darme cuenta, como si ignorar el problema lo hiciera desaparecer.

—¿Y Camila? —pregunté por mi hermana menor.

—No sabe nada todavía. Está dormida —respondió mi mamá, limpiándose las lágrimas con la manga del pijama.

Me senté en el borde de la cama, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. ¿Cómo podía habernos hecho esto? ¿Por qué ahora? ¿Por qué así?

El teléfono sonó de nuevo. Era mi tía Lucía. Mi mamá contestó y apenas escuchó su voz, se echó a llorar otra vez. Yo solo escuchaba fragmentos: “Sí… se fue… no sé qué hacer…”.

Salí al balcón a respirar aire fresco. Desde allí veía las montañas que rodean Medellín, cubiertas por la neblina matutina. El barrio todavía dormía; solo se oían los gallos y algún bus temprano bajando por la avenida. Me sentía solo, pequeño frente a la inmensidad del problema.

Recordé entonces la última vez que hablé con mi papá. Fue hace dos días, cuando discutimos por culpa de Mariana. Él nunca aceptó mi relación con ella porque su familia era de otro barrio, “de esos que no nos convienen”, decía él. Pero yo estaba enamorado y dispuesto a todo por ella.

—Olvídala, muchacho —me dijo esa noche, mirándome con dureza—. Esa niña no es para ti.

No le hice caso. ¿Cómo iba a olvidar a Mariana? Ella era mi refugio cuando todo se desmoronaba en casa. Pero ahora, con mi papá desaparecido y mi mamá destrozada, sentí que no tenía fuerzas ni para buscar consuelo en ella.

A media mañana llegó Camila al comedor, frotándose los ojos.

—¿Dónde está papá? —preguntó inocente.

Mi mamá no pudo responderle. Fui yo quien tuvo que decirle la verdad:

—Se fue, Cami… No sabemos cuándo volverá.

Ella se quedó en silencio unos segundos y luego corrió a su cuarto a llorar. Sentí una punzada de culpa por no haber hecho más para evitar esto.

El día pasó lento y pesado. Las tías llamaban una tras otra; los vecinos murmuraban al pasar frente a la casa. En Medellín todos se enteran rápido de las desgracias ajenas.

Al caer la tarde, Mariana vino a verme. Traía pan de bono y chocolate caliente en un termo.

—Supe lo de tu papá… Lo siento mucho —me dijo mientras me abrazaba fuerte.

—No sé qué hacer —le confesé—. Siento que todo es mi culpa… Si no hubiera discutido con él…

—No digas eso —me interrumpió—. Los problemas entre tus papás vienen de antes. Tú solo eres el hijo atrapado en medio de todo esto.

Nos sentamos en el parque del barrio, viendo cómo los niños jugaban fútbol entre risas y gritos. Mariana me tomó la mano y me miró a los ojos:

—¿Y si te vas conmigo? Podemos empezar de cero en otro lugar… lejos de todo esto.

Por un momento lo pensé en serio. Pero sabía que no podía abandonar a mi mamá ni a Camila ahora que más me necesitaban.

Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché a mi mamá hablando por teléfono en voz baja:

—Sí, Lucía… Me enteré que está con esa mujer… La del taller de costura…

Sentí un nudo en el estómago. Así que era verdad lo que decían las vecinas: mi papá tenía otra mujer desde hacía meses. Todo encajaba ahora: sus ausencias, sus excusas tontas, su mirada perdida.

Al día siguiente fui al taller de costura donde trabajaba doña Rosaura, la supuesta amante de mi papá. No sabía qué buscaba exactamente: ¿una explicación? ¿una disculpa? ¿una pelea?

Cuando llegué, ella estaba sola, acomodando unas telas.

—¿Usted es Julián? —me preguntó sin sorpresa.

Asentí con la cabeza.

—Tu papá está aquí… pero no quiere verte todavía —dijo con voz suave pero firme—. Está confundido… necesita tiempo para pensar.

Sentí rabia e impotencia. ¿Tiempo para pensar? ¿Y nosotros qué? ¿Acaso nosotros no merecíamos una explicación?

Salí del taller sin decir palabra y caminé sin rumbo por las calles del barrio. Pensé en todo lo que había perdido en tan poco tiempo: la confianza en mi papá, la tranquilidad en casa, incluso las ganas de seguir luchando por Mariana.

Esa noche hubo una tormenta eléctrica sobre Medellín. Los truenos sacudían las ventanas y la lluvia golpeaba fuerte el techo de zinc. Mi mamá se sentó conmigo en la sala y me abrazó como cuando era niño.

—Vamos a salir adelante —me dijo entre sollozos—. Somos una familia… aunque él ya no esté.

Pasaron semanas antes de que mi papá regresara a buscar sus cosas. No hubo abrazos ni disculpas sinceras; solo un silencio incómodo y miradas esquivas.

—Cuídalas mucho —me dijo antes de irse—. Eres el hombre de la casa ahora.

Sentí ganas de gritarle que no era justo cargarme con esa responsabilidad tan joven; que él era quien debía quedarse y luchar por nosotros. Pero solo asentí en silencio.

Con el tiempo aprendí a perdonar, aunque nunca olvidaré el dolor de ese abandono. Mariana siguió a mi lado y juntos ayudamos a mi mamá y a Camila a reconstruir nuestras vidas poco a poco.

A veces me pregunto si hice bien en quedarme o si debí irme con Mariana como ella me propuso aquella tarde en el parque. ¿Cuántos jóvenes como yo han tenido que elegir entre su felicidad personal y el deber hacia su familia? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por los demás?

¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Es posible sanar una herida así o solo aprendemos a vivir con ella?