Palabras que nunca se olvidan: La historia de un matrimonio roto

—¿De verdad crees que eres el hombre que necesito? —La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos estaban llenos de una determinación que nunca le había visto.

Sentí que el aire se volvía más denso en la sala. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de zinc con furia, como si quisiera entrar y ser testigo de lo que estaba a punto de pasar. Nuestros hijos, Camila y Mateo, dormían en la habitación del fondo, ajenos al terremoto que sacudía nuestra casa.

No supe qué responder. Quince años juntos, dos hijos, una vida construida desde cero en un barrio popular de Medellín… ¿y ahora esto? Me quedé mudo, mirando las manos de Lucía apretadas sobre la mesa. Recordé cuando las tomé por primera vez en la universidad, cuando soñábamos con cambiar el mundo y tener una familia diferente a la que nos tocó crecer.

—No digas eso, Lucía. Por favor —susurré, sintiendo cómo el miedo me apretaba el pecho.

Ella apartó la mirada y respiró hondo. —Pablo, estoy cansada. Cansada de fingir que todo está bien cuando no lo está. No quiero seguir viviendo una mentira.

Las palabras me atravesaron como cuchillos. ¿Mentira? ¿Acaso todo lo que habíamos construido era solo una fachada? Pensé en los domingos en la cancha de fútbol con Mateo, en las tardes ayudando a Camila con sus tareas, en las noches de risas y películas viejas… ¿todo eso era falso?

—¿Hay alguien más? —pregunté sin poder evitarlo. Mi voz sonó más débil de lo que quería.

Lucía no respondió enseguida. El silencio se hizo eterno. Finalmente, asintió con la cabeza, apenas perceptible.

Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. La rabia y la tristeza se mezclaron en mi garganta. Quise gritar, pero solo pude susurrar:

—¿Quién?

—No importa quién —dijo ella, con lágrimas en los ojos—. Solo sé que contigo ya no soy feliz.

Me levanté bruscamente, tirando la silla al suelo. Caminé hasta la ventana y miré las luces lejanas del barrio. Pensé en mi mamá, que siempre decía: “El matrimonio es para toda la vida, Pablo”. Pensé en mi papá, que se fue cuando yo tenía ocho años y nunca volvió. ¿Estaba destinado a repetir la historia?

Esa noche no dormí. Escuché a Lucía llorar en silencio al otro lado de la cama. Al amanecer, salí a caminar por las calles mojadas del barrio. Saludé a don Ernesto, el panadero, y a doña Rosa, que barría la acera como cada mañana. Nadie sospechaba que mi mundo se había roto.

Durante días intenté entender qué había fallado. Recordé las veces que llegaba tarde del trabajo agotado, las discusiones por dinero, los sueños postergados por las necesidades diarias. En algún momento dejamos de hablarnos como antes; solo éramos padres y compañeros de casa.

Una tarde, mientras recogía a Camila del colegio, ella me preguntó:

—¿Por qué mami está tan triste?

No supe qué decirle. Le acaricié el cabello y le prometí que todo estaría bien, aunque ni yo mismo lo creía.

Las semanas pasaron entre silencios incómodos y miradas esquivas. Lucía empezó a salir más seguido; decía que necesitaba tiempo para pensar. Yo me refugié en el trabajo y en los niños. Pero cada vez que entraba a casa sentía el vacío creciendo entre nosotros.

Un sábado por la noche, después de acostar a los niños, Lucía me pidió hablar.

—Pablo… quiero separarme —dijo con voz temblorosa—. No quiero seguir haciéndonos daño.

Sentí un nudo en la garganta. Quise suplicarle que se quedara, recordarle todo lo bueno que habíamos vivido juntos. Pero algo dentro de mí se rompió definitivamente esa noche.

—Si eso es lo que quieres… —respondí con voz apagada—. Pero quiero que sepas que siempre te amé.

Ella lloró en silencio mientras yo recogía mis cosas para dormir en el sofá. Esa fue la última noche que compartimos como pareja.

La noticia corrió rápido entre familiares y vecinos. Mi mamá vino desde Bello para apoyarme; mi suegra me miraba con reproche cada vez que venía a ver a los niños. Algunos amigos dejaron de llamarme; otros me invitaban a tomar cerveza para “olvidar las penas”.

Pero el dolor no se iba con tragos ni consejos bienintencionados. Me sentía fracasado: ¿cómo podía proteger a mis hijos si ni siquiera podía mantener unida a mi familia?

Un día, Mateo me abrazó fuerte y me dijo:

—Papá, ¿vas a irte como el abuelo?

Esa pregunta me partió el alma. Le prometí que nunca los abandonaría, aunque ya no viviera con su mamá.

Con el tiempo aprendí a convivir con la ausencia de Lucía. Los niños iban y venían entre nuestras casas; los domingos seguíamos yendo al parque juntos por ellos, aunque ya no éramos una familia como antes.

A veces pienso en lo fácil que es herir con palabras y lo difícil que es sanar después. Me pregunto si algún día podré perdonar a Lucía… o si podré perdonarme a mí mismo por no haber visto venir el final.

¿Ustedes creen que es posible reconstruir la vida después de perderlo todo? ¿O hay heridas que nunca sanan?