Papá, ¿cómo me llamo?

—¿Cómo que no sabes si vas a venir?— le grité a Julián por teléfono, apretando el celular con tanta fuerza que sentí que mis dedos se iban a romper. El eco de mi voz rebotó en las paredes de la cocina, donde todavía olía a café frío y a pan quemado. Mi mamá, sentada en la mesa, fingía leer el periódico, pero yo sabía que escuchaba cada palabra.

—No sé, Lucía. No estoy listo para esto. No sé si algún día lo estaré— respondió él, su voz temblorosa, como si fuera un niño asustado y no el hombre con el que había compartido los últimos tres años.

Colgué sin despedirme. Sentí que el mundo se me venía encima. Tenía seis meses de embarazo y, aunque nunca lo planeé, ya amaba a esa pequeña vida que crecía dentro de mí. Pero ahora estaba sola. Sola en una casa donde mi mamá apenas podía mirarme a los ojos y mi papá ni siquiera me hablaba desde que supo la noticia.

Recuerdo la noche en que todo cambió. Era una tarde calurosa de diciembre en Monterrey. Julián y yo habíamos salido a caminar por el parque Fundidora. Nos reíamos, soñábamos con viajar juntos, con ahorrar para comprar un carrito viejo. Nunca hablamos de hijos. Nunca hablamos de responsabilidades tan grandes. Cuando vi las dos rayitas en la prueba de embarazo, sentí miedo, pero también una chispa de esperanza. Pensé que juntos podríamos con todo.

Pero la realidad fue otra. Julián empezó a alejarse poco a poco. Las llamadas se hicieron menos frecuentes, los mensajes más cortos. «Estoy ocupado», «Tengo mucho trabajo», «Nos vemos luego». Hasta que un día simplemente dejó de contestar.

Mi mamá lloró cuando le conté. «¿Por qué tú, Lucía? ¿Por qué tan joven?» Mi papá solo me miró con decepción y salió a regar las plantas, como si el agua pudiera borrar mis errores.

Las semanas pasaron lentas y pesadas. La panza crecía y con ella los murmullos en la colonia. «La hija de doña Teresa salió igualita al papá», decían las vecinas desde sus ventanas. Yo bajaba la cabeza y apretaba los dientes. Me prometí no llorar más frente a ellas.

El día del parto llegó antes de lo esperado. Fue una madrugada lluviosa; las calles parecían ríos y mi mamá manejaba nerviosa hacia el hospital público. No había dinero para clínicas privadas ni lujos. Solo estábamos ella y yo. Cuando escuché el primer llanto de mi hija, sentí una mezcla de alivio y terror. La enfermera me la puso en brazos y me preguntó:

—¿Cómo se va a llamar la niña?

Me quedé muda. No lo había pensado. Julián y yo nunca hablamos de nombres. Mi mamá me miró con ojos cansados pero dulces.

—Es tu milagro, Lucía— susurró.

Así que la llamé Milagros.

Los primeros meses fueron un infierno disfrazado de ternura. Milagros lloraba toda la noche; yo apenas dormía dos horas seguidas. Mi mamá me ayudaba cuando podía, pero tenía que trabajar limpiando casas para mantenernos. Mi papá seguía sin hablarme; solo miraba a Milagros de lejos, como si fuera un fantasma.

Un día, mientras cambiaba pañales y trataba de calmar a Milagros, escuché a mi papá hablando con un vecino:

—No sé si algún día podré perdonar lo que hizo Lucía— dijo en voz baja.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Tanto daño había causado? ¿Era tan imperdonable traer una vida al mundo sin estar casada?

A veces pensaba en Julián. ¿Dónde estaría? ¿Pensaría en nosotras? Una tarde recibí un mensaje suyo: «¿Está bien la niña?» Nada más. Ni un «te extraño», ni un «lo siento». Solo esa pregunta seca, distante.

Le respondí: «Se llama Milagros».

Nunca contestó.

Los días se volvieron rutina: levantarme temprano, preparar biberones, buscar trabajo desde casa porque no podía dejar sola a Milagros. A veces sentía que me ahogaba en la soledad y el cansancio. Pero cada vez que Milagros sonreía o balbuceaba «mamá», sentía que todo valía la pena.

Un domingo, mientras estábamos en la mesa comiendo frijoles con arroz, mi papá se levantó sin decir palabra y fue al cuarto. Regresó con una cajita de madera.

—Esto era mío cuando era niño— dijo, mirándome por primera vez en meses.— Quiero que lo tenga Milagros.

Me quedé sin palabras. Mi mamá sonrió entre lágrimas.

Poco a poco, mi papá empezó a acercarse más a nosotras. Un día lo encontré jugando con Milagros en el patio, haciéndola reír con caras chistosas. Sentí una paz que no conocía desde hacía mucho tiempo.

Pero el juicio de la gente nunca desapareció del todo. En la iglesia, algunas señoras todavía me miraban con lástima o desaprobación. Aprendí a ignorarlas, a caminar con la cabeza en alto porque sabía que estaba haciendo lo mejor que podía.

Hoy Milagros tiene tres años y es la alegría de esta casa. Mi mamá envejeció rápido pero sonríe más seguido; mi papá ya no teme abrazarnos frente a los vecinos. Yo sigo luchando cada día: trabajo vendiendo postres por encargo y sueño con terminar la prepa algún día.

A veces me pregunto si Julián volverá o si algún día podré perdonarlo por irse cuando más lo necesitaba. Pero luego veo a Milagros correr por el patio y sé que ella es mi verdadero milagro.

¿Será posible sanar del abandono? ¿Cuántas mujeres más viven esto en silencio? ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?