“Papá, ya viviste suficiente en este departamento”

—Papá, ya viviste suficiente en este departamento. ¿Por qué no lo entiendes? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, tan fría como el portazo que la siguió.

Me quedé parado frente a la puerta cerrada, con las llaves temblando en mi mano. El eco de sus palabras me golpeaba más fuerte que cualquier dolor físico. Seis meses. Solo seis meses desde que enterré a Marta y ya sentía que el mundo me estaba despojando de todo lo que alguna vez fue mío.

El departamento era pequeño, pero cada rincón guardaba un recuerdo: las risas de Lucía cuando era niña, el aroma del café de Marta por las mañanas, las discusiones tontas por la televisión. Ahora, todo eso parecía pertenecer a otra vida, una que se desvanecía cada vez que Lucía me miraba con esos ojos llenos de prisa y cansancio.

—No es justo, Lucía —le dije antes de que se fuera—. Este lugar es lo único que me queda.

Ella me miró con una mezcla de compasión y frustración. —Papá, necesito ese departamento. No puedo seguir pagando renta en la ciudad. Tú podrías irte con la tía Rosa a Veracruz, allá estarías mejor…

¿Mejor? ¿En una casa ajena, lejos de todo lo que construí? No dije nada. Solo escuché el golpe seco de la puerta y el silencio que se instaló después.

Esa noche no dormí. Caminé por el departamento como un fantasma, tocando las paredes, abriendo cajones llenos de cartas viejas y fotos amarillentas. Me pregunté en qué momento mi hija dejó de verme como su papá y empezó a verme como un obstáculo.

Al día siguiente fui al trabajo, aunque ya no tenía necesidad. A mis 68 años, seguir yendo a la oficina era mi única forma de sentirme útil. Mis compañeros me miraban con lástima, pero yo prefería eso a quedarme solo en casa esperando a que Lucía regresara para otra discusión.

—Don Ernesto, ¿por qué no se jubila ya? —me preguntó Javier, el chico nuevo—. Usted ya hizo suficiente.

Le sonreí con tristeza. —A veces uno sigue trabajando solo para no desaparecer.

Las semanas pasaron y Lucía dejó de visitarme. Solo recibía mensajes secos: “¿Ya pensaste lo del departamento?”, “Necesito respuesta”. Yo los leía una y otra vez, incapaz de contestar. ¿Cómo decirle que no podía? ¿Cómo explicarle que ese espacio era mi último refugio?

Un domingo cualquiera, mientras preparaba café para uno solo, escuché el timbre. Era mi hermana Rosa, con su sonrisa forzada y su abrazo apretado.

—Ernesto, tienes que entender a Lucía —me dijo mientras acomodaba su bolso en el sillón—. La vida está difícil allá afuera. Las rentas suben cada mes, los trabajos no duran nada…

—¿Y yo? —le respondí sin poder contener las lágrimas—. ¿Acaso ya no importo?

Rosa suspiró. —Claro que importas, hermano. Pero los tiempos cambian. Antes los hijos cuidaban a los padres; ahora los padres tienen que ayudar a los hijos a sobrevivir.

Me quedé callado. ¿Era cierto? ¿Había cambiado tanto el mundo?

Esa noche soñé con Marta. La vi sentada en la mesa del comedor, mirándome con esa paciencia infinita que siempre tuvo.

—No te aferres tanto, Ernesto —me susurró—. A veces hay que soltar para dejar vivir.

Desperté sudando frío. Me senté en la cama y lloré como un niño perdido.

Los días siguientes fueron una tortura. Cada vez que veía a Lucía en las redes sociales, sonriendo con sus amigos o publicando frases motivacionales sobre “crecer” y “dejar ir”, sentía una punzada en el pecho. ¿Era yo el egoísta? ¿O era ella quien no podía ver más allá de sus propias necesidades?

Una tarde cualquiera, Lucía apareció sin avisar. Venía acompañada de su novio, un tipo callado que apenas me saludó.

—Papá —dijo Lucía sin rodeos—. Necesito una respuesta hoy. Ya hablé con un agente inmobiliario y podríamos vender el departamento rápido. Con ese dinero tú podrías irte tranquilo a Veracruz o incluso rentar algo pequeño aquí cerca…

La miré fijamente. Vi en sus ojos la misma determinación que tenía Marta cuando quería algo imposible.

—¿Y si no quiero irme? —pregunté con voz temblorosa.

Lucía apretó los labios. —Papá…

El silencio se hizo eterno hasta que ella murmuró tres palabras que me partieron el alma:

—Piensa en mí.

Después se fue, dejando tras de sí un vacío más grande que nunca.

Esa noche salí a caminar por las calles del barrio. Vi a otros viejos como yo sentados en las bancas del parque, mirando al vacío o conversando con desconocidos solo para no sentirse tan solos. Pensé en mis amigos del trabajo, en Rosa, en Marta… Todos parecían haber encontrado una forma de seguir adelante menos yo.

Al regresar al departamento, me senté frente a la ventana y vi cómo las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia. Recordé los días en que Lucía era una niña y corría por este mismo pasillo gritando “¡Papá, ven a jugar!”. Recordé cómo Marta y yo soñábamos con dejarle este lugar como herencia, como símbolo de todo lo que habíamos construido juntos.

Ahora ese sueño se había convertido en una pesadilla.

Pasaron semanas sin noticias de Lucía. El silencio era insoportable. Un día recibí una carta suya:

“Papá,
Sé que esto es difícil para ti, pero también lo es para mí. No quiero pelear más contigo. Solo quiero poder vivir tranquila y dejar de preocuparme por el dinero cada mes. Espero que puedas entenderme algún día.
Con amor,
Lucía.”

Leí la carta una y otra vez hasta que las lágrimas borraron las palabras.

Finalmente tomé una decisión. Llamé a Rosa y le pedí ayuda para buscar un lugar pequeño cerca del barrio. No quería irme lejos; al menos así podría seguir viendo los mismos árboles, las mismas calles donde crecí con Marta y Lucía.

El día de la mudanza fue gris y silencioso. Lucía vino a ayudarme; no hablamos mucho, pero cuando terminamos me abrazó fuerte y lloró en mi hombro como cuando era niña.

Ahora vivo solo en un departamento diminuto, rodeado de cajas llenas de recuerdos y fotografías antiguas. A veces Lucía me visita; otras veces solo me llama para saber si estoy bien.

Me pregunto si hice lo correcto o si simplemente cedí ante la presión del tiempo y la soledad.

¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por los hijos? ¿En qué momento dejamos de ser padres para convertirnos solo en estorbos?